El martes amaneció con un aire de conspiración en la oficina. Todos los compañeros miraban con cautela los escritorios, sospechando que algo épico estaba por ocurrir.
Camila entró con una sonrisa traviesa y su nueva colección de trampas:
Tazas con fondo falso que derramaban café al girarlas demasiado.
Carpetas que se abrían solas y lanzaban papeles al aire.
Bolígrafo que manchaba ligeramente la tinta de quien lo usara.
Sillas con resortes escondidos que provocaban saltos inesperados.
—Hoy sí, Andrés… esto será legendario —susurró mientras inspeccionaba la oficina.
Andrés ya estaba preparado:
Clips imantados escondidos bajo su teclado para atrapar papeles.
Una impresora programada para imprimir mensajes divertidos en medio de los informes.
Cajones con resortes que lanzaban pequeños objetos si alguien intentaba abrirlos.
—Buenos días, capitana del caos —dijo con una sonrisa traviesa—. Prepárate… hoy nadie saldrá ileso.
—¡Perfecto! —respondió ella—. Que comience la batalla definitiva.
La primera batalla del día ocurrió en la sala de reuniones. Camila colocó carpetas “explosivas” sobre los escritorios: al abrirlas, los papeles saltaban por el aire. Andrés, con su impresora traviesa, imprimía mensajes falsos que hacían que todos se confundieran sobre los temas de la reunión.
—¡Esto es imposible! —gritó un compañero, mientras trataba de ordenar los papeles que volaban—. ¡Nunca había visto algo así!
—Punto para la capitana —dijo Andrés, mientras sonreía divertido—. Pero no durará mucho.
A media mañana, Camila decidió mezclar sabotaje con romance. Preparó un sándwich “peligroso”: pan pegajoso, queso que se estiraba demasiado y un poco de mayonesa escondida.
Andrés mordió y el sándwich se deformó, cayendo trozos en su escritorio.
—¡Ataque culinario recibido! —gritó él, riéndose mientras recogía los restos—. Pero debo admitir… esto es divertido y creativo.
Camila lo miró, disfrutando cómo cada desastre lo hacía más adorable, y sintió un cosquilleo en el pecho cuando él le lanzó una mirada cómplice.
El clímax del caos llegó en el pasillo central. Ambos intentaban recuperar sus gadgets mientras esquivaban sillas con resortes, tazas tramposas y clips saltarines. Tropezaron accidentalmente y terminaron casi abrazados, con las frentes tocándose suavemente.
—¿Estás bien? —preguntó Andrés, con voz divertida y tierna.
—Sí… sí, gracias —respondió ella, con un cosquilleo en el pecho y una risa nerviosa.
Rieron juntos, conscientes de que la guerra continuaba, pero la complicidad romántica crecía con cada trampa y cada mirada cómplice.
Antes de irse, Andrés dejó un post-it en el escritorio de Camila:
“Empate provisional… pero la próxima batalla será aún más épica. Prepárate, capitana. —A”
Camila lo leyó, sonrió y lo guardó en el bolsillo.
La oficina estaba hecha un desastre creativo, los compañeros agotados pero felices, y entre gadgets, sándwiches deformados y trampas imposibles, la guerra y la chispa romántica seguían creciendo, dejando la historia abierta para más caos y diversión.