La oficina amaneció alterada. No por un cambio en la rutina ni porque el jefe hubiese decidido sorprenderlos con un bono (eso nunca pasaba), sino porque la cafetera principal había desaparecido.
—¡Esto es un crimen contra la humanidad! —gritó Jimena con una taza vacía en la mano—. ¡Alguien nos quiere muertos!
El rumor corrió como pólvora. Algunos decían que era obra de Andrés; otros sospechaban de Camila. Lo cierto es que la cafetera había sido secuestrada con una nota pegada en el mesón:
“Si quieren ver a la cafetera de nuevo, dejen una caja de donas en la sala de juntas. Atentamente: La Resistencia.”
El escándalo fue tal que incluso don Ramón, el guardia de seguridad, subió al piso con cara de alarma.
—¿Un robo? ¿Llamo a Carabineros?
—¡No! —intervino Camila con los ojos brillantes—. Esto es una guerra interna. Y yo sé quién está detrás…
Andrés apareció casual, con su taza en mano (misteriosamente llena de café).
—¿Problemas, colegas? —dijo con fingida inocencia.
Las miradas lo atravesaron como dardos. Camila cruzó los brazos.
—Devuelve la cafetera, villano.
—¿Villano yo? —Andrés levantó las cejas—. No tengo nada que ver. Además… —dio un sorbo triunfal a su taza— ¿no creen que si la tuviera secuestrada, no estaría aquí tan tranquilo?
Camila lo fulminó con la mirada. En realidad, ella misma había planeado el secuestro con ayuda de Jimena. La cafetera estaba escondida en la bodega de archivos, entre papeles con olor a polvo. Pero Andrés no podía saberlo.
—Pues yo creo que tú tienes algo que ver —insistió Camila, acercándose tanto que sus narices casi chocaban.
—¿Y si lo tuviera? —replicó él, bajando la voz, con una sonrisa traviesa—. ¿Qué harías, Camila? ¿Me arrestarías?
El corazón de ella dio un brinco inesperado. ¡No podía dejar que la guerra se le subiera a la cabeza! Se giró con dramatismo.
—¡Pues lo sabrás pronto! —anunció, y salió de la sala con una teatralidad digna de teleserie.
Mientras tanto, los demás empleados miraban la escena como si fuera su telenovela del día.
—Yo digo que se gustan —murmuró Jimena, mordiendo una galleta.
—Obvio que sí —respondió Tomás—. Esta guerra tiene más tensión que el final de Pasión de Gavilanes.
Ese mismo día, Camila y Andrés pasaron horas lanzándose indirectas. Ella dejaba mensajes misteriosos en su escritorio: “El café sabe mejor con justicia”. Él respondía con pos-its pegados en su monitor: “La guerra no termina hasta que alguien se rinda”.
Al final de la jornada, la cafetera fue “rescatada” heroicamente por los compañeros, que encontraron la caja de donas como pago del rescate. Todos celebraron… menos Camila, que debía admitir que Andrés no había caído en su trampa como esperaba.
Pero mientras se despedían en la puerta, Andrés se inclinó un poco hacia ella y murmuró:
—No te salió tan mal, detective. Casi me convences.
Camila, sin poder evitarlo, sonrió.