La mañana empezó tranquila, demasiado tranquila. Camila ya sospechaba que Andrés tramaba algo. Cuando encendió su computador, la pantalla parpadeó y apareció un mensaje:
“¡Atención, Camila! Has sido hackeada. Para recuperar tus archivos secretos, deberás confesar quién es tu crush de la oficina. Atentamente: El Fantasma Digital.”
Camila abrió los ojos como platos.
—¡Andrés! —masculló, aunque todavía no podía comprobarlo.
El resto de los compañeros no tardó en asomarse a su escritorio.
—¿Qué pasó? —preguntó Jimena.
—Me hackearon la computadora —dijo Camila, cruzándose de brazos.
—¿Un hacker real? —se alarmó Tomás.
—Por favor —bufó ella—, solo hay un sospechoso con tiempo para estas ridiculeces.
Justo entonces Andrés apareció con su café (otra vez, misteriosamente siempre tenía uno a la mano) y una sonrisa sospechosa.
—¿Problemas técnicos? —preguntó, asomándose como si no supiera nada.
—¿Tú crees que esto es gracioso? —Camila señaló la pantalla, donde un nuevo mensaje apareció: “Confiesa o tus fotos de infancia serán reveladas.”
Los compañeros explotaron de risa.
—¡Quiero ver esas fotos! —gritó Jimena.
—¡No, no, no! —Camila casi se atragantó—. Son… horribles.
La pantalla cambió otra vez: “Cuenta hasta tres y dilo.”
Camila suspiró, se levantó y miró directamente a Andrés.
—Muy bien, Fantasma Digital. Dos pueden jugar este juego.
Con rapidez, agarró su celular y conectó un cable al proyector de la sala. En segundos, una carpeta llena de documentos apareció en la pantalla gigante.
—¡No! —exclamó Andrés, intentando desconectar el cable.
—¡Sí! —respondió Camila triunfal—. Damas y caballeros, he aquí los “documentos clasificados” de Andrés.
Todos contuvieron la respiración. El archivo se abrió… y lo que apareció fueron recetas de galletas con chips de chocolate, cuidadosamente organizadas por nivel de crocancia.
La oficina estalló en carcajadas.
—¿Ese es tu secreto, hacker? —preguntó Camila entre risas.
—¡Es investigación seria! —se defendió Andrés, rojo como un tomate—. Estoy perfeccionando mi receta.
La tensión se rompió en una ola de carcajadas. Incluso Camila, que al principio estaba furiosa, terminó riendo tanto que le dolió el estómago.
Al final del día, cuando todos se fueron, Andrés se acercó a su escritorio.
—Por cierto —dijo en voz baja—, si quieres, un día te invito a probar las galletas… pero solo si prometes no contarle a nadie más.
Camila lo miró fijamente, tratando de sonar seria.
—Depende. ¿Van con café?
—Siempre —contestó él con una media sonrisa.