A las nueve en punto, la oficina ya era un campo minado de sospechas. Las bromas entre Camila y Andrés se habían vuelto tan legendarias que el resto del equipo solo esperaba el siguiente round. Pero ese lunes, las cosas tomaron un rumbo… inesperado.
El jefe, don Ernesto, apareció con su eterna expresión de “odio los lunes”. Llevaba su maletín, su café y su actitud de general de guerra.
—Buenos días, equipo —saludó, aunque no sonaba muy convencido—. Espero que esta semana sea más productiva que la anterior.
Camila y Andrés intercambiaron una mirada rápida. Productiva… sí, claro.
Todo transcurría con aparente normalidad hasta que el jefe fue a sentarse en su silla. Lo que no sabía era que Andrés había instalado un pequeño parlante inalámbrico debajo del escritorio, controlado desde su celular.
—Bien, revisemos el informe de ventas —dijo don Ernesto, abriendo su carpeta.
Y entonces, de pronto, una voz robótica sonó desde su escritorio:
—“Modo jefe activado. Café insuficiente. Nivel de paciencia: 3%.”
El silencio fue absoluto. Don Ernesto levantó la vista.
—¿Qué fue eso? —preguntó, mirando alrededor.
—¿Qué cosa? —respondió Camila, conteniendo la risa.
—Lo que… lo que acaba de hablar —dijo el jefe, revisando su escritorio.
—Quizás necesita más café, señor —añadió Andrés, con su mejor cara de inocencia.
Don Ernesto bufó y volvió a sus papeles. Pero el parlante no se quedó callado.
—“Recomendación: respirar antes de gritar. Recuerde que sus empleados tienen sentimientos.”
Camila y Andrés intercambiaron una mirada rápida. Productiva… sí, claro.
Todo transcurría con aparente normalidad hasta que el jefe fue a sentarse en su silla. Lo que no sabía era que Andrés había instalado un pequeño parlante inalámbrico debajo del escritorio, controlado desde su celular.
—Bien, revisemos el informe de ventas —dijo don Ernesto, abriendo su carpeta.
Y entonces, de pronto, una voz robótica sonó desde su escritorio:
—“Modo jefe activado. Café insuficiente. Nivel de paciencia: 3%.”
El silencio fue absoluto. Don Ernesto levantó la vista.
—¿Qué fue eso? —preguntó, mirando alrededor.
—¿Qué cosa? —respondió Camila, conteniendo la risa.
—Lo que… lo que acaba de hablar —dijo el jefe, revisando su escritorio.
—Quizás necesita más café, señor —añadió Andrés, con su mejor cara de inocencia.
Don Ernesto bufó y volvió a sus papeles. Pero el parlante no se quedó callado.
—“Recomendación: respirar antes de gritar. Recuerde que sus empleados tienen sentimientos.”
Camila ya no aguantaba. Se cubrió la cara con una carpeta para disimular la carcajada.
—¡Aquí pasa algo raro! —exclamó el jefe, levantándose.
Andrés trató de ocultar el celular, pero Camila lo vio.
Y ahí decidió contraatacar.
Apretó discretamente un botón en su teclado: había conectado la impresora a su computadora con una sorpresa. De pronto, empezó a imprimir una hoja tras otra con frases como:
“El verdadero liderazgo se demuestra con donas.”
“Un jefe feliz ofrece vacaciones sorpresa.”
Don Ernesto recogió una de las hojas, perplejo.
—¿Quién escribió esto?
—Debe ser un mensaje del universo, señor —dijo Camila con voz angelical.
—O una señal de que necesitamos donas —añadió Andrés, intentando sonar serio.
El jefe suspiró, se llevó las manos a la cabeza y murmuró:
—Trabajar con ustedes es como dirigir un circo.
Cuando por fin salió de la oficina, todos estallaron en carcajadas.
—¿Sabes que hoy podríamos haber perdido el trabajo? —dijo Andrés entre risas.
—Sí, pero al menos lo habríamos hecho con estilo —respondió Camila, dándole un golpe amistoso en el brazo.
Por un momento, sus miradas se cruzaron, y aunque ambos estaban riendo, había algo más: esa chispa incómoda pero deliciosa que cada día era más difícil de ignorar.