El viento sopló suavemente entre los árboles.
El cielo tenía el mismo tono cálido de siempre, las sombras de las hojas se mecían en el suelo como si todo estuviera en calma.
Pero algo no estaba bien.
Ethan se quedó inmóvil, con los sentidos alerta.
Esta vez, no estaba en el parque vacío, no estaba solo.
Había vuelto.
El tiempo se había reiniciado, y ahora estaba de pie justo en el momento en el que Iria había dicho aquellas palabras.
—Extraño… me siento rara.
Su voz era exactamente como la recordaba, pero esta vez no la dejó pasar.
No ignoró sus palabras.
No dejó que el momento se desvaneciera en la niebla de su memoria.
—¿Qué sientes exactamente? —preguntó de inmediato, su voz sonó más firme de lo que esperaba.
Iria giró el rostro hacia él con una expresión sorprendida, como si no esperara que él reaccionara de esa forma. Como si estuviera acostumbrada a que no lo hiciera.
—No lo sé —murmuró, bajando la mirada—. Es como si… estuviera perdiendo algo.
Ethan frunció el ceño.
—¿Desde cuándo te sientes así?
Ella tardó en responder. Su mano apretó con fuerza el borde de su falda y sus labios temblaron apenas un segundo antes de murmurar:
—No lo sé… Solo sé que… siento que no debería estar aquí.
Ethan sintió un escalofrío.
Esas palabras… no deberían haberle provocado tanto impacto, pero lo hicieron.
No debería estar aquí.
¿Por qué?
Mientras la observaba, sintió algo extraño en su cabeza.
Una punzada, como si algo estuviera empujando para salir.
Y entonces, los recuerdos comenzaron a fluir.
— El parque y la promesa de no olvidar —
El sol de la tarde teñía el cielo de un suave tono anaranjado.
El parque no estaba vacío, pero el murmullo de otros niños jugando a lo lejos parecía un eco distante, irrelevante en comparación con el pequeño mundo que ellos dos compartían.
Ethan, con apenas seis o siete años, se mecía suavemente en un columpio. El rechinar de las cadenas se mezclaba con el susurro del viento entre los árboles. A su lado, una niña de su misma edad hacía lo mismo, aunque en vez de balancearse, solo dejaba que sus pies rozaran el suelo con ligeros toques.
Ella tenía el cabello lacio que le caía sobre los hombros, reflejando la luz del sol en suaves destellos.
Ethan no recordaba su rostro con claridad, pero sí la sensación de su presencia.
Era familiar. Cálida.
—Siempre venimos aquí, ¿verdad? —preguntó ella de repente, con una voz dulce y ligera, como si estuviera recordando algo lejano.
Ethan se detuvo un poco y la miró.
—Sí… —respondió tras un segundo de silencio—. Pero un día podríamos olvidar este lugar.
La niña se giró hacia él con el ceño ligeramente fruncido. Había algo en su expresión que no encajaba en el rostro de una niña.
Era una mirada determinada, firme.
—Entonces, no lo olvidemos —dijo al final, con seguridad.
Ethan parpadeó, sintiendo que su pecho se apretaba levemente sin razón aparente.
—¿Cómo?
Ella sonrió y, sin dudarlo, sacó algo de su bolsillo: una pequeña piedra lisa.
Era simple, sin ninguna característica especial, pero para ella tenía valor.
—Vamos a enterrar esto aquí —dijo con emoción, señalando el suelo junto a los columpios—. Si alguna vez olvidamos este lugar… podemos encontrar la piedra, y recordarlo otra vez.
Ethan la observó por un momento. No entendía por qué, pero sintió que esa promesa era importante.
—Está bien —aceptó finalmente, con una sonrisa.
Con sus pequeñas manos, cavaron un pequeño hoyo y colocaron la piedra dentro. Luego lo cubrieron de nuevo con tierra y lo pisaron para asegurarse de que quedara oculto.
Ella miró el suelo con satisfacción, como si acabaran de hacer algo trascendental.
—Ahora, pase lo que pase, este será nuestro lugar —dijo con firmeza—. Y nunca lo olvidaremos.
Ethan asintió, sin saber que esa promesa se volvería más importante de lo que podía imaginar.
— La promesa bajo el atardecer —
El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo con tonos cálidos de naranja y violeta.
Ethan e Iria estaban sentados sobre el césped, en una pequeña colina desde donde se podía ver todo el parque. La brisa soplaba suavemente, moviendo las hojas de los árboles y haciendo que el aire tuviera ese olor fresco a tierra y pasto recién cortado.
Ethan, con las piernas cruzadas, jugaba distraídamente con una hoja entre sus dedos. Era una tarde como cualquier otra, y al mismo tiempo, no lo era.
Iria, sentada a su lado, miraba el horizonte en silencio. Su expresión era diferente a la habitual. No tenía su sonrisa de siempre.
Había algo en su mirada… algo melancólico.
Ethan la miró de reojo. No le gustaba verla así.
—¿Qué pasa? —preguntó finalmente, dejando la hoja a un lado.
Iria tardó en responder. Parecía estar eligiendo sus palabras con cuidado.
—No sé… —susurró—. A veces siento que el tiempo pasa muy rápido.
Ethan parpadeó, sin entender del todo lo que quería decir.
—Pero eso es normal, ¿no?
Iria abrazó sus rodillas y apoyó la barbilla en ellas, aún sin mirarlo.
—Sí… pero me da miedo.
Ethan frunció el ceño.
—¿Miedo? ¿De qué?
Ella finalmente lo miró, y en sus ojos había una mezcla de tristeza y algo más… algo que Ethan no supo descifrar en ese momento.
—De que un día… nos olvidemos.