El Nexus no tiene mapa. No tiene puerta. Es una cicatriz viva entre mundos, y solo se revela a quienes arden por dentro. Y yo ardía.
Desde que hablé con Kael, las señales comenzaron a intensificarse: las piedras susurraban en lenguas olvidadas, los árboles se inclinaban a mi paso, y los sueños empezaron a sangrar hacia la vigilia. Una noche, al despertar, encontró un pétalo blanco de aquel cielo imposible de nuestros sueños... posado sobre su almohada.
La frontera se estaba rompiendo.
Los sabios de mi dimensión comenzaron a tenerme miedo. Algunos decían que estaba contaminada por una energía extranjera. Otros me suplicaron que me aislara. Pero yo ya había elegido. No podía seguir viviendo entre paredes de imposibles.
Así que fui a donde ningún alma sensata va sin guía: el Valle de las Fracturas, un lugar que solo existe a medias, donde el espacio y el tiempo se repliegan como papel húmedo. Se dice que allí, si deseas algo lo suficiente, puedes abrir una grieta... pero nunca sabes si lo que cruza es lo que esperabas.
Durante tres días y tres lunas, caminé sin rumbo. Cada paso le costaba memorias. Al final, solo quedaba su deseo: Kael.
Y entonces ocurrió.
Una grieta de fuego se abrió en el aire, sin aviso, sin sonido. Era como un corte ardiente en la realidad misma. Al otro lado, por solo un segundo… vi su silueta.
—Kael… ¡Kael!
Él también me vio. Y por primera vez, no fue en un sueño.
Nuestros mundos temblaron.
Pero en su dimensión, las cosas iban mal.