Kael estaba siendo cazado.
Los Brujos del Consejo —altos, envueltos en capas de vacío— habían descubierto que cada noche, él escapaba a los sueños de otra dimensión. Eso estaba estrictamente prohibido. Amar fuera de tu mundo es traición. Y para un brujo, la traición es destrucción.
Aun así, Kael había comenzado a buscar el Nexus. Su mundo se resentía: torres de tiempo se torcían, los portales se negaban a abrirse, las profecías antiguas comenzaban a hablar por sí solas.
Pero él no se detuvo.
Con ayuda de una vieja bruja ciega llamada Nira, encontró un códice oculto: una carta de los primeros brujos que decía:
“Dos fuegos nacidos en mundos opuestos, si llegan al mismo umbral con los corazones sincronizados, pueden fundar un tercer reino. Uno donde lo imposible no exista.”
Kael supo entonces lo que yo ya sentía: no teníamos que destruir nuestras dimensiones. Podíamos crear una nueva. Una propia.
Pero el Consejo también leyó la carta.
Y envió tras él a los Custodios del Vértigo, cazadores de traidores dimensionales. Ellos no solo matan: borran. Hacen que jamás hayas existido.