En un pueblo donde las estaciones parecían repetirse sin prisa, vivía una joven llamada Elira. No era la más hablada, ni la más buscada, pero quienes la conocían sabían que su silencio tenía peso. Elira no corría tras promesas vacías, ni se dejaba envolver por los juegos de afecto que duraban menos que una luna llena.
Mientras sus compañeras coleccionaban mensajes y besos fugaces, ella coleccionaba libros, sueños, y planes. Tenía una libreta donde anotaba todo lo que quería lograr antes de amar: aprender otro idioma, tener su propio espacio, viajar sola al menos una vez, y construir una vida que no dependiera de nadie más.
Pero había noches… noches en las que soñaba con alguien. No tenía rostro, ni nombre, pero estaba allí. A veces la tomaba de la mano, otras veces simplemente caminaban juntos bajo un cielo estrellado que parecía entenderlos. Al despertar, Elira sentía un hueco en el pecho. No por soledad, sino por la certeza de que ese alguien existía… en algún lugar, en algún tiempo.
Y aunque no lo buscaba, lo esperaba. No con ansiedad, sino con fe.