Lucian volvió a la librería.
No por los libros.
Por ella.
Desde aquel día en que casi le habló, algo en él se había transformado.
Ya no buscaba señales.
Las creaba.
Recordaba el título del libro que Elira había estado leyendo: “El nombre que detiene el tiempo.”
Lo había hojeado después, reconociendo las marcas que ella había dejado: una doblez en la página 47, una pequeña mancha de té en la esquina inferior, una palabra subrayada: “presagio.”
“Si ella vuelve a este libro, quiero que me encuentre.”
Lucian escribió una nota pequeña, en papel reciclado, con letra firme pero temblorosa.
La dobló con cuidado y la deslizó entre las páginas del libro, justo en la página 47.
“A veces, el tiempo se detiene cuando dos miradas se cruzan.
Si tú también lo sentiste, deja una palabra.
Solo una.
Y sabré que no estoy soñando solo.”
No firmó.
No explicó.
Solo dejó la nota y se fue.
Días después, Elira volvió a la librería.
No sabía por qué.
Solo sentía que debía hacerlo.
Tomó el mismo libro.
Lo abrió en la página 47.
Y ahí estaba.
Una nota.
Breve.
Intensa.
Como si alguien la hubiera escrito desde dentro de su sueño.
Leyó.
Sintió que el corazón se le detenía por un segundo.
Luego sonrió.
No por la nota.
Por el reconocimiento.
“No estoy soñando sola.”
Tomó su pluma.
Escribió en la parte trasera de la nota:
“Presagio.
Esa fue la palabra que subrayé.
Porque sentí que alguien me estaba mirando con memoria.
Si tú también lo sentiste, deja otra.”
La volvió a colocar en el libro.
Y se fue.
Lucian regresó dos días después.
Abrió el libro.
Vio la respuesta.
“Presagio.”
La palabra lo estremeció.
No por su significado.
Por su sincronía.
Escribió otra nota.
Esta vez, más poética.
“Presagio fue el principio.
Ahora dejo ‘eco’.
Porque tu mirada resonó en mí como si ya la hubiera escuchado.”
Elira encontró la nota días después.
Sonrió.
Cerró los ojos.
Y escribió:
“Eco.
Sí.
Como si nuestras almas se estuvieran llamando desde antes.”
Así comenzó un intercambio silencioso.
Notas breves.
Palabras con historia.
Mensajes que no necesitaban explicación.
Lucian dejó:
“Puente.”
Elira respondió:
“Solo si lo cruzamos con calma.”
Lucian dejó:
“Azul.”
Elira respondió:
“Mi bufanda. Mi amuleto. Mi señal.”
Lucian dejó:
“Nombre.”
Elira respondió:
“Elira. ¿Y tú?”
Lucian dudó.
Pero escribió:
“Lucian.
Si este es tu nombre en mis sueños, entonces es el correcto.”
Elira leyó.
Sintió que el aire se volvía más denso.
Más íntimo.
Más real.
“Lucian.”
Lo dijo en voz baja.
Y el mundo pareció escucharla.
Esa noche, ambos soñaron con el mismo lugar.
Una sala circular.
Paredes llenas de libros.
Una mesa en el centro.
Y sobre ella, todas las notas que se habían escrito.
Una voz dijo:
“Cuando las palabras se reconocen, los cuerpos se acercan.”
Despertaron con la misma sensación.
No de urgencia.
Sino de certeza.
“Estamos cerca.”