La princesa Ophelia se reclinó con estudiada elegancia en el trono que ahora reclamaba como suyo, una majestuosa estructura de ébano tallado con símbolos ancestrales del linaje real. La luz de los ventanales caía sobre su figura como si incluso el sol no se atreviera a desafiarla. Sus dedos, largos y pálidos, se desplazaban con lentitud sobre el pergamino extendido ante ella, pasando de uno a otro con la misma indiferencia con la que alguien aparta hojas secas del camino. Eran informes—detallados, meticulosamente recopilados—sobre el paradero incierto de sus hermanos. La mayoría de ellos, según confirmaban las últimas misivas, ya no representaban una amenaza. Habían sido eliminados, uno por uno, con la precisión de un bisturí. Solo quedaban unos pocos... dispersos, fugitivos, aferrándose con desesperación a un pasado que ya no existía.
Estaba libre.
Después de tantos años confinada en la oscuridad de una celda, encadenada como una bestia mitológica a la que se teme y se odia por igual, el simple hecho de respirar aire sin rejas era embriagador. La libertad tenía un sabor metálico y dulce, como la sangre fresca. Había soportado un encierro injusto, castigada no por sus crímenes—pues jamás los negó—sino por el temor que sus hermanos sentían al mirarla. Temor bien fundado.
Sonrió con una frialdad que helaría el acero. Quizá, después de todo, no estaban equivocados. Ella jamás había sido una gobernante compasiva, ni había pretendido serlo. La misericordia no era una virtud que le interesara cultivar. La empatía, una carga. La culpa, un lujo para los débiles. El reino que había imaginado no se construía con bondad, sino con poder. No lamentaba las decisiones que había tomado, ni las vidas que había manipulado, ofrecido o sacrificado. Cada persona, cada rostro con nombre y voz, no era más que una pieza más en el tablero que había dispuesto desde las sombras.
Un leve crujido en las puertas del salón interrumpió sus pensamientos.
Rowena entró como una ráfaga de aire fresco, con su acostumbrado ímpetu y la capa ondeando tras de sí como un estandarte. Vestía su uniforme con la naturalidad de quien ha nacido para comandar, y su sonrisa, amplia y sin dobleces, parecía fuera de lugar en aquella sala dominada por la penumbra y el mármol.
—He inspeccionado todo el bosque, princesa —anunció con entusiasmo—. No hay rastro de ninguno de tus hermanos. Ni siquiera huellas recientes.
Ophelia asintió con un gesto lento, casi ausente. Sus ojos, sin embargo, permanecían atentos.
—Está bien —dijo con una suavidad casi maternal.
Se puso en pie. Sus movimientos eran como los de una pantera que ha dormido demasiado tiempo y comienza a recuperar el ritmo de su cacería. Caminó con paso firme hacia Rowena, cuyos ojos brillaban con expectación y una pizca de desconcierto. Cuando la princesa se detuvo frente a ella, la joven guerrera ladeó ligeramente la cabeza, como preguntándose qué seguía en ese juego cuyas reglas solo Ophelia comprendía.
—Acércate —ordenó, sin levantar la voz.
Rowena no dudó. La obediencia en ella no era una costumbre, sino una devoción. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Ophelia alzó ambas manos y tomó el rostro de la muchacha con una ternura que desmentía toda su historia. Inclinó el rostro y depositó un beso, breve y silencioso, en su mejilla.
Rowena enmudeció. El gesto, tan inesperado como íntimo, la dejó paralizada por un instante. Luego, el calor subió hasta su rostro, tiñéndolo de un rojo vivo que la traicionó por completo.
—Gracias por estar siempre a mi lado —murmuró Ophelia, su voz transformada en un susurro de seda.
Rowena se irguió de inmediato, llena de un renovado orgullo, con una sonrisa tan amplia que casi parecía infantil.
—¡Por supuesto! —exclamó—. Siempre estaré contigo.
La sonrisa de Ophelia respondió con una calidez engañosa. Para cualquiera que la observara, habría parecido el gesto de una mujer agradecida, incluso enamorada. Pero en lo más hondo de su mirada, allí donde la luz no llegaba, brillaba algo mucho más antiguo y peligroso: la certeza del dominio.
Rowena ya había caído. Ya era suya, por completo. Bastaba con mantenerla así, ciega de afecto y lealtad, hasta que el momento llegara. Y cuando llegara—cuando el último obstáculo hubiera sido barrido del tablero—entonces Ophelia alzaría la corona no solo como reina, sino como dueña absoluta de un mundo que aprendería, al fin, el precio de haberla traicionado.