Entre sus Manos

El Tablero

El salón de audiencias guardaba un silencio denso, casi sagrado, como si las mismas piedras contuvieran el aliento ante lo que estaba por suceder. A simple vista, todo parecía en orden: la princesa Ophelia, sentada con gracia calculada en su trono temporal, vestía un espléndido atuendo de terciopelo azul marino, bordado con hilos dorados que destellaban a la luz de los candelabros como si llevara constelaciones cosidas a su piel. Su porte era el de una monarca segura de sí misma, serena, impenetrable. A su derecha, Rowena se mantenía firme como una estatua de marfil, vestida con su impecable uniforme blanco, la capa ondeando levemente cada vez que una corriente de aire se colaba entre los vitrales. Su expresión era la de siempre: tranquila, despreocupada, casi irreverente.

Frente a ellas, el enviado del reino vecino—un hombre de mediana edad, rostro curtido por los años y las intrigas diplomáticas—intentaba mantener la compostura. Sus manos, ocultas bajo la mesa ceremonial, temblaban apenas. Sabía con absoluta certeza que no se encontraba frente a una princesa ordinaria. No. Lo que tenía delante era una bestia envuelta en seda, una criatura nacida de fuego y hielo, que había reconquistado su trono con una crueldad meticulosa, tan precisa como despiadada.

—Dime —habló Ophelia, con una suavidad que helaba más que el grito de una tormenta—. ¿Alguno de mis hermanos se esconde en tu reino?

Mientras hablaba, alzó una taza de porcelana finamente decorada y llevó el borde a sus labios con una delicadeza que rozaba lo teatral.

El dirigente apenas vaciló. Su entrenamiento le exigía una respuesta inmediata, convincente.

—Por supuesto que no, princesa. Nuestra política respecto a extranjeros es clara. Ninguno puede entrar sin nuestra aprobación expresa.

Ophelia bebió un sorbo. Su rostro permaneció sereno, casi amable, pero en sus ojos danzaba una chispa que nadie en esa sala se atrevió a ignorar.

—Curioso… —musitó mientras dejaba la taza sobre el platillo con un leve tintineo que rompió el silencio como un presagio—. Porque entre las ruinas de una de las propiedades de mi hermano, descubrimos una botella de vino. En su etiqueta, bajo un sello encriptado, había un mensaje claro: “Si algo sale mal, busca refugio en el Reino de Virelan.”

El hombre tragó saliva. Sintió cómo el sudor frío comenzaba a deslizarse por su nuca. Ella lo sabía. Y más importante aún: lo había descifrado.

Aun así, se aferró a la mentira como un náufrago a un madero.

—Debió ser un error... o una falsificación. Nada que ver con nosotros, lo juro.

Ophelia suspiró. No con furia, ni con impaciencia. Fue un suspiro casi melancólico, como el de alguien cansado de escuchar las mismas mentiras.

—Entonces no me dejas opción —dijo, su voz más baja, más peligrosa—. Si no me dices ahora dónde está, tendré que enviar a mis ejércitos a buscarlo personalmente. Y ya sabes cómo son las búsquedas a gran escala... tienden a dejar cosas en llamas.

El dirigente apretó los puños bajo la mesa. Su mandíbula tembló apenas al contener la frustración.

—No serías capaz —replicó—. No destruirías un reino entero solo por orgullo.

La princesa lo miró con lástima. O tal vez con diversión. Era difícil distinguirlo.

—¿Y por qué no lo haría?

Fue una simple pregunta. Pero contenía años de ira acumulada, de convicciones forjadas en la oscuridad de una celda subterránea.

El estómago del hombre se cerró. Comprendió que hablaba en serio.

Ophelia se levantó con la misma calma con la que un verdugo afila su hacha. Caminó hacia él, paso a paso, como si cada pisada tejiera un destino inevitable. Iba a decir algo más, tal vez susurrarle una última amenaza al oído, cuando el guardia personal del dirigente, incapaz de contenerse, desenfundó su espada.

—No se acerque —ordenó, apuntando directamente al pecho de la princesa.

El aire se tensó. Un solo movimiento en falso y la sala se convertiría en un campo de batalla.

Antes de que la situación pudiera explotar, Rowena dio un paso al frente. Su expresión no cambió. No gritó. No hizo alarde de su fuerza. Solo levantó una mano y, con un movimiento seco, sujetó la hoja por el filo mismo. Tiró. El guardia fue arrastrado hacia adelante, sin equilibrio, sin dignidad. En un solo giro de muñeca, Rowena lo empujó hacia atrás con una facilidad insultante. Cayó, desarmado, ante la mirada atónita de su señor.

El guardia se incorporó de inmediato, pero no avanzó. Rowena se limitó a sonreír.

—No deberías alzar la espada frente a la princesa Ophelia. Es... de muy mal gusto.

—Lo es —añadió Ophelia con una tranquilidad inquebrantable, volviendo a mirar al dirigente como si el incidente no mereciera más atención.

Se acercó un paso más.

—Entonces, ¿cuál es tu decisión? ¿Entregarás a mi hermano, o prefieres dejar que el fuego purifique tu tierra?

El hombre miró a Rowena. Su sonrisa no se había ido. Tampoco lo había hecho la amenaza implícita en su postura relajada. Entonces comprendió. Si Ophelia ordenaba arrasar su reino, Rowena lo haría. No con furia, sino con eficiencia. Con devoción.

Exhaló lentamente. Cerró los ojos.

—Lo entregaré.

Ophelia sonrió, por fin, como alguien que acaba de ganar una partida de ajedrez sin mover más de tres piezas. Luego giró apenas el rostro hacia Rowena, que aún observaba en silencio.

Sí, pensó la princesa. Tener un arma como Rowena era una bendición. Una ventaja definitiva.

Y en el gran tablero del mundo, donde los reyes caían y los reinos ardían, Ophelia solo necesitaba ventajas.




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