Entre sus Manos

Un pequeño juego

El eco de los pasos resonaba con solemnidad en el vasto salón del castillo, una sinfonía hueca que se perdía entre las altas columnas y los vitrales que dejaban entrar la última luz del día. El comandante atravesó el umbral con rigidez marcial, como si la atmósfera misma le pesara sobre los hombros. Cuando estuvo lo suficientemente cerca del trono, cayó de rodillas con rapidez, clavando la mirada en las baldosas. No se atrevió a levantarla.

Frente a él, la princesa Ophelia se hallaba sentada con impasible gracia sobre su trono provisional, rodeada de mapas, cartas y pergaminos sellados con cera. Su vestido de tonos oscuros, ceñido y elegante, caía como agua densa a los pies del asiento. Sostenía una pluma entre los dedos, y sus ojos recorrían los documentos con una aparente indiferencia, como si aquel momento no mereciera una interrupción.

—¿Para qué requiere mi presencia, su alteza? —preguntó el comandante con voz firme, aunque su tono denotaba una inquietud latente.

La princesa giró levemente la muñeca, pasando a la siguiente hoja con la parsimonia de quien tiene todo el tiempo del mundo. El sonido del papel fue lo único que se escuchó durante largos segundos.

—Solo para informarte —dijo al fin, sin apartar la vista de los mapas— que mañana serás ejecutado.

El comandante parpadeó, desconcertado, como si la frase no hubiera terminado de asentarse en su mente.

—¿Disculpe…?

Pero no obtuvo respuesta. El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier grito. Poco a poco, su rostro se tensó, y un nudo de temor se anudó en su pecho. Tragó saliva.

—¿Por qué…? ¿Por qué he de morir, su alteza?

Ophelia alzó por fin la mirada. Sus ojos, fríos y distantes, lo atravesaron como cuchillas cubiertas de escarcha. No había en ellos ni rastro de compasión, ni una chispa de clemencia. Solo juicio.

—Porque no se puede confiar en un comandante que, en lugar de proteger a su soberana legítima, permitió que la encerraran como a un animal —dijo con voz serena, sin un atisbo de ira, como quien recita un hecho indiscutible.

El rostro del comandante palideció. Comprendió entonces la magnitud de su error. Él también había girado el rostro cuando sus hermanos tomaron el poder. Él también la había considerado una amenaza. Había elegido la seguridad del deber, en lugar de la justicia.

—Pero… en aquel tiempo sus hermanos eran la ley. No podía ir contra la cadena de mando.

Ophelia rodó los ojos con hastío. Apoyó la mejilla sobre su mano, con una expresión entre aburrida y desencantada.

—Excusas. Siempre excusas. Tanta gente con la lengua gastada de justificarse, y tan pocos dispuestos a tomar responsabilidad.

En ese instante, el comandante comprendió que su destino estaba sellado. No había apelación posible, ni súplica que pudiera revertirlo.

Su única esperanza era huir.

Se puso en pie de golpe, girando sobre sus talones, y emprendió carrera hacia la puerta, ignorando toda formalidad, todo orgullo.

Pero Ophelia no hizo el menor gesto. Ni siquiera alzó la voz.

—Rowena —dijo con languidez—. No lo mates.

—Como desees, princesa —respondió la heroína con una calma peligrosa.

Lo siguiente ocurrió demasiado rápido para que alguien lo narrara con exactitud. En un parpadeo, Rowena se movió con una velocidad que desafiaba las leyes de la naturaleza. Su figura fue un destello blanco cruzando la sala. Alcanzó al comandante con facilidad. Su espada, desenvainada con un solo giro de muñeca, trazó un arco limpio que cortó la pierna del fugitivo por debajo de la rodilla.

Un alarido de dolor desgarró el aire mientras el hombre caía al suelo, la sangre brotando en un charco que comenzaba a extenderse con rapidez.

Ophelia se levantó con la misma calma con la que se había mantenido sentada todo ese tiempo. Caminó despacio hasta quedar a una distancia prudente y dirigió una breve mirada a los guardias que custodiaban las puertas.

—Véndenlo —ordenó con sequedad—. Que sea arrastrado hasta las celdas. La ejecución será pública. Que el pueblo vea qué destino aguarda a los traidores.

Los soldados asintieron sin cuestionar. Rápidamente se acercaron al cuerpo convulsionante del comandante, lo ataron sin delicadeza y comenzaron a arrastrarlo fuera del salón. Sus gemidos se apagaron con la distancia, pero la mancha de sangre quedó como una rúbrica más en la historia de Ophelia.

La princesa se volvió entonces hacia Rowena, que había regresado a su posición original con la espada envainada y la misma expresión serena en el rostro. Ophelia le dedicó una sonrisa encantadora, casi dulce.

—Tu trabajo es impecable, como siempre. Es un placer tenerte a mi lado.

Rowena se irguió aún más, orgullosa, como una soldado que vive para recibir la aprobación de su reina.

—¡Gracias, princesa! No fue ningún esfuerzo. Para mí siempre será un honor servirte.

Ophelia ladeó la cabeza con fingida ternura.

—Esta noche cenaremos juntas. Hay ciertos asuntos... que deseo discutir contigo.

La sonrisa de Rowena se iluminó de inmediato, como la de una joven ante la atención de su ídolo.

—¡Será un placer! ¡Espero con ansias!

Ophelia asintió y, sin decir más, giró sobre sus talones y abandonó el salón con una elegancia serena, sus pasos resonando con el mismo eco que antes anunciara la llegada de un condenado.

Demasiado fácil, pensó. Mantener a Rowena satisfecha era casi un juego de niños.




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