Tres días después del anuncio de su compromiso no deseado, la gran casa de Valmor se vio envuelta en un inusual ajetreo. Doncellas iban y venían con sedas planchadas, candelabros eran abrillantados, y los pasillos, que solían conservar una atmósfera de solemne quietud, se llenaron de pasos y murmullos.
El Duque de Greystorm llegaría antes del atardecer.
Isadora lo supo desde temprano, cuando la doncella Elinor, que le tenía especial afecto, osó susurrárselo mientras le arreglaba el cabello.
—Dicen que su excelencia llega con cinco carruajes, milady —dijo, con una mezcla de miedo y fascinación—. Y que sus lacayos llevan chaquetas bordadas con hilos de plata. Dicen que su voz basta para que un hombre se calle… o se arrodille.
Isadora no respondió. Se miró al espejo largo del tocador y apenas reconoció a la joven que le devolvía la mirada. La habían vestido con un conjunto azul pálido, ribeteado en perlas, y su cabello había sido cuidadosamente trenzado en una corona sobre su cabeza. No era la escritora que se ocultaba entre libros; era una figura para exhibir. Una prometida en bandeja de plata.
—¿Se sabe cómo es su carácter? —preguntó finalmente.
Elinor hizo una mueca apenas visible.
—Mi primo trabaja en la finca de Greystorm, milady. Dice que es un hombre de voz firme y modales fríos. Nunca levanta la voz, pero tampoco sonríe. Y… que sus sirvientes apenas le hablan si no son llamados.
Isadora sintió un escalofrío en la nuca.
—Gracias, Elinor. Puedes retirarte.
Se quedó sola en su habitación, con la brisa de otoño entrando por el balcón, como si aún el viento intentara consolarla. Se permitió cerrar los ojos por unos minutos, y en su mente se dibujaron líneas de una historia que no llegaría a escribir: La muchacha de la torre dorada, prometida a un hombre de sombras....
Al caer la tarde, los carruajes finalmente atravesaron el gran portón de hierro. Los establos se estremecieron con el ruido de cascos y ruedas. Desde las ventanas del ala norte, algunas sirvientas espiaban con curiosidad. El primero en descender fue un mayordomo vestido de negro impecable, luego dos lacayos armados… y finalmente, un hombre alto, de complexión recia, cubierto por una capa oscura con bordados plateados.
El Duque de Greystorm había llegado.
No era un anciano, como Isadora había imaginado, pero tampoco era joven. Debía contar al menos cuarenta y cinco inviernos, tal vez más. Su cabello, de un gris acerado, caía perfectamente peinado hacia atrás, y su rostro tenía la firmeza de una escultura romana: mandíbula fuerte, ojos claros como el acero, y una expresión tan controlada que parecía tallada por siglos de costumbre.
Entró a la casa sin detenerse a observar los jardines ni a saludar a los criados. Solo alzó el bastón en señal de saludo al duque de Valmor, que lo esperaba en la entrada principal.
Isadora fue llamada poco después. Descendió con pasos medidos la escalera central, sintiendo cada peldaño como una sentencia. El gran salón estaba decorado con flores blancas, y el fuego crepitaba en la chimenea, pero no era suficiente para borrar la frialdad que emanaba del huésped.
—Su Gracia —dijo la duquesa, tomándola del brazo con suavidad forzada—, permitid que os presente a nuestra hija, Lady Isadora de Valmor.
El Duque de Greystorm inclinó levemente la cabeza, sin sonreír.
—Un honor conocerla, milady —dijo, con voz grave, medida y sin emoción.
Isadora hizo una reverencia perfecta. Le habían enseñado durante años a ser una dama irreprochable, pero en su interior, su alma gritaba como un animal enjaulado.
—El honor es mío, su excelencia —respondió con cortesía automática.
El duque la observó por un largo instante. Sus ojos parecían evaluar, medir, juzgar. No como un hombre mira a una mujer, sino como un comerciante evalúa una inversión.
—Espero que este compromiso sea fructífero para ambas casas —dijo finalmente—. Y que vuestra educación os haya preparado para las responsabilidades que conlleva ser duquesa.
Isadora sintió que algo dentro de ella se rompía un poco más.
—He sido educada para complacer a mis padres —respondió, con una dulzura tan medida como la suya—. Pero no he sido aún instruida en la complacencia al deber sin alma.
El duque frunció apenas una ceja, sorprendido, pero no respondió. La duquesa le lanzó a Isadora una mirada de advertencia sutil, y el duque de Valmor carraspeó.
—Nuestra hija es una joven… vivaz —intervino con una sonrisa tensa—. Estamos seguros de que vuestra Gracia sabrá encauzar esa pasión con prudencia.
La cena fue una ceremonia de silencios y frases ensayadas. Isadora apenas comió. El Duque de Greystorm hablaba poco, y cuando lo hacía, era sobre política, finanzas o deberes sociales. No le preguntó nada personal, no se interesó por sus aficiones ni por sus pensamientos. Para él, el matrimonio era una cuestión de poder, no de conexión.
Al retirarse a su habitación esa noche, Isadora sintió que caminaba por un pasillo más estrecho que nunca. Abrió su cuaderno y escribió una sola frase:
"Si me quitan la voz, escribiré con sangre en las paredes."
Luego cerró el libro, y apagó la lámpara.
Editado: 09.06.2025