El peso del apellido
Sair Montenegro
Mi nombre pesa más que mi cuerpo.
No es una frase bonita, ni una exageración poética.
Es real.
Soy Sair Montenegro
El hijo mayor del imperio Montenegro.
Capitán del equipo de fútbol americano.
Comprometido con Sofía Álvarez desde los catorce.
Y, aun así, no tengo ni idea de quién soy cuando no hay nadie mirando.
En esta escuela, todo se trata de imagen.
De trajes bien planchados, de zapatos caros, de sonrisas medidas.
Si te desvías del guion… estás fuera.
Y yo no quiero estar fuera.
No porque me guste este mundo…
Sino porque nunca me enseñaron a vivir en otro.
Hoy me detuve frente al casillero, como cualquier otro día.
Lucía estaba a mi lado, hablándome de la fiesta del viernes.
Reía. Se tocaba el cabello. Se inclinaba un poco más de lo normal.
Y mientras me decía que usaría un vestido azul que “haría que me olvidara de todos”,
yo la escuchaba a medias…
porque ella acababa de pasar.
Miranya Duarte.
Con su mochila al hombro, su falda perfectamente ordenada y su cabello castaño cayendo por la espalda como si fuera parte de un cuadro que no pertenece aquí.
Caminaba sola. Como siempre.
Pero no parecía necesitar a nadie.
No sé qué me pasa con ella.
No la conozco. No he cruzado más de dos frases con ella.
Y sin embargo…
siento que ya la he leído entera, como un libro de poesía escondido entre mis deberes de economía.
Cuando pasa junto a mí, no gira la cabeza.
No sonríe.
No busca ser vista.
Y eso me enferma… porque yo sí la veo.
Después del almuerzo, pasé por la oficina del director.
Mi padre estaba ahí, hablando con él.
Conversaban sobre mis becas para estudiar negocios internacionales, como si ya fuera CEO de algo.
Como si yo no tuviera ni voz ni voto sobre lo que quiero.
—Tu madre y yo creemos que Ginebra es lo mejor para ti —me dijo mientras ajustaba los puños de su saco de diseñador—. Allá te prepararán para manejar la empresa, no hay distracciones.
Distracciones.
Así le dicen a todo lo que me gusta.
El fútbol.
La música.
Las chicas que no llevan un apellido con cinco generaciones de riqueza.
Cuando llegué a casa, Sofía ya me esperaba en la terraza.
Estaba hermosa, como siempre.
Maquillada con precisión, peinada como si fuera una producción de revista.
Me besó en la mejilla, me abrazó como si le perteneciera.
—Estás distraído últimamente —me dijo, acariciando mi cuello—. ¿Todo bien?
Asentí.
No tenía energía para discutir.
Pero algo dentro de mí, algo que nunca había sentido antes, quería gritarle que no.
Que no todo está bien.
Que mi vida no puede estar ya definida si aún no sé lo que me hace feliz.
Que hay una chica, una becada con fuego en los ojos, que me mira como si yo no valiera nada… y eso me hace querer valer más.
Esa noche, me encerré en mi habitación.
Encendí el estéreo, bajito, para que nadie me escuchara.
Y escribí su nombre.
Miranya.
Una sola vez, en un papel cualquiera.
Pero fue suficiente.
Porque algo me dice que, si digo su nombre en voz alta, ya no podré callarlo más.
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Editado: 14.08.2025