Entre tú y yo

Nueva en el vecindario

Capítulo 1

Livie

Mudarse nunca ha sido algo fácil, en mi experiencia cualquier cambio me llena de ansiedad y a mis diecinueve años, sentía que el mundo me exigía tener todo resuelto, y aunque por fuera podía parecer que lo tenía todo bajo control, por dentro… bueno, no tanto.

Mi papá, asesor financiero en una buena empresa, había sido ascendido hace un par de años, lo que nos permitió mudarnos a esta nueva urbanización residencial. Casas grandes, jardines cuidados, vecinos con autos relucientes y perros con nombres graciosos. Nada de esto me era completamente ajeno—mi mamá es actuaria y viene de una familia bien posicionada, aunque no millonaria—pero tampoco era algo con lo que me sintiera del todo identificada.

Nuestra nueva casa tenía ventanales inmensos y una preciosa cocina. Había espacio de sobra, y una terraza perfecta para el café de las mañanas. Pero a pesar de todo eso, aún me costaba dormir por las noches. Supongo que una parte de mí seguía extrañando lo conocido… o tal vez solo extrañaba no sentirme tan sola.

Fue Bailey, mi golden retriever de dos años, quien me obligó a salir y explorar lo que ahora estaba a nuesto alcance, por lo que cada mañana, a las seis en punto saliamos a correr y con el tiempo descubrí que esas caminatas matutinas eran una especie de terapia para mí. Me ayudaban a pensar, a ordenar el caos que llevaba dentro.

Y fue en una de esas mañanas, al doblar por la calle de los grandes pinos, cuando la vi.

—¡Ay, qué hermosa tu perrita! —dijo una chica de cabello castaño claro y sonrisa amplia mientras se agachaba a acariciar a Bailey—. ¿Cómo se llama?

—Bailey —respondí con una sonrisa tímida, sorprendida por su aparición.

—Soy Mía, por cierto —añadió, incorporándose con un movimiento ágil—. ¿Eres nueva por aquí?

—Sí, me mudé hace un par de semanas. Soy Olivia… pero puedes decirme Livie.

—¡Perfecto! Justo tenemos un grupo de jóvenes de la residencia. Te añado, ¿sí? Seguro nos divertiremos mucho. Hay partidos, fiestas, salidas ya sabes para pasar el tiempo entre conocidos.

No supe muy bien qué responder. Estaba acostumbrada a los silencios incómodos, no a las amistades instantáneas. Pero Mía tenía esa energía que te arrastra, como una ola cálida en verano. Era imposible decirle que no.

Pasaron los días y empezamos a vernos seguido. A veces desayunábamos juntas en la cafetería cerca del parque o pasábamos la tarde en su jardín hablando de todo y de nada. Teníamos la misma edad, estábamos en la universidad y teníamos esa mezcla extraña de entusiasmo por el futuro y miedo al presente.

Una tarde, Mía me invitó a su casa a ver una serie que nos tenía enganchadas. Su casa era aún más grande que la mía, con una decoración elegante pero acogedora.

—¿Quieres algo de tomar? —me preguntó Mía, abriendo la nevera.

— Un poco de agua me va bien —respondí mientras me sentaba en la barra.

—¿Ya conociste a mi hermano? —preguntó casualmente.

—¿Tu hermano?

—Dominic. Está de vuelta del extranjero. Terminó su carrera y ahora regreso para trabajar con mi papá en la empresa. Seguro lo verás por aquí.

Justo en ese momento, la puerta trasera se abrió y un chico alto, de cabello castaño oscuro y expresión tranquila entró a la cocina. Su mirada recorrió el espacio rápidamente y cuando se cruzó con la mía, simplemente asintió.

—Hola —dijo con voz profunda.

—Hola —respondí con una sonrisa educada.

—Ella es Livie, mi amiga —aclaró Mía mientras le pasaba un vaso de jugo.

—Ah, cierto —respondió él, como si recién notara mi presencia. Su tono era cortés, pero distante. Como si no estuviera interesado en memorizar el nombre de otra de las amigas de su hermana.

No esperaba más, la verdad. Dominic Sinclair tenía ese tipo de aura que te hacía sentir pequeña. No por arrogancia, sino porque parecía vivir en otro mundo. Uno donde los problemas eran distintos, más grandes… más adultos.

Después de ese día, lo vi un par de veces más. A veces salía de la casa en traje, con el teléfono en la oreja y el ceño fruncido. Otras veces lo veía desde lejos, riendo con sus amigos en el jardín. No hablábamos, y él apenas si me saludaba con un gesto. Pero por alguna razón, yo sí lo notaba. Cada vez más.

Era como si su presencia se colara en los pequeños huecos de mi día: en una risa, en un perfume que flotaba en el aire, en un vaso olvidado sobre la barra. Y aunque no lo entendía del todo, sabía que algo dentro de mí se agitaba cuando lo veia y me asustaba porque era algo que no había sentido desde hace mucho tiempo.

Pero aún no era el momento de enfrentarlo.

Por ahora, estaba feliz con mi nueva amiga, con Bailey y con la rutina que empezaba a reconstruir. Un paso a la vez. Un día a la vez.

Aunque en el fondo… una parte de mí ya empezaba a esperar ese saludo distante. Esa mirada fugaz.

Porque a veces, lo que más te cambia la vida… empieza con lo más simple.




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