Capítulo 3
Livie
Me acostumbré rápido a los días en la nueva casa, o al menos eso era lo que decía cuando alguien preguntaba. Me gustaba tener una rutina: levantarme temprano, salir a correr con Bailey, desayunar con calma antes de ir a clases. Pero lo que más disfrutaba, sin duda, era pasar tiempo con Mía. Su energía me arrastraba, me sacaba de mi burbuja. Era como ese tipo de personas que hacen que todo parezca más simple.
Una tarde de viernes, Mía me escribió para invitarme a una reunión en casa de unos amigos del conjunto residencial. "No es gran cosa, algo tranqui. Solo snacks, películas y conversación", escribió. Dudé un segundo, pero al final acepté. No estaba mal empezar a integrarme de verdad.
La casa era enorme, como la mayoría en esa zona, con un jardín iluminado con luces tenues y una mesa larga llena de papitas, refrescos, pizzas y galletas. Mía me presentó a algunas personas y pronto estaba en una conversación sobre las peores materias del semestre.
Dominic llegó más tarde. Lo noté apenas entró, aunque intenté disimularlo. Había algo en su presencia que lo hacía resaltar, sin siquiera esforzarse. Saludó con un gesto y se unió a un grupo que estaba cerca de la cocina. Desde ahí podía escucharlo reír de vez en cuando, esa risa grave que se te quedaba en la cabeza aunque no quisieras.
Pasamos un par de horas conversando, jugando cartas, debatiendo sobre películas. En un momento, mientras Mía fue a buscar algo a la cocina, me quedé sola en la terraza, tomando un refresco. Sentí una presencia a mi lado y, al voltear, ahí estaba él.
—¿No te gustan las multitudes? —preguntó, con tono casual.
Me tomó por sorpresa que me hablara. Hasta entonces, nuestras interacciones habían sido casi inexistentes.
—Depende del día —respondí, sonriendo levemente.
Él asintió y dio un sorbo a su bebida.
—Mía dice que te adaptaste rápido.
—Estoy intentando.
Asintió otra vez, como si entendiera. Y luego simplemente dijo "nos vemos" y se fue, como si solo hubiera pasado por cortesía. Y probablemente fue eso.
Con el pasar de las semanas, empecé a notar pequeños detalles: cómo me saludaba con un leve gesto de cabeza si nos cruzábamos, cómo a veces parecía observarme desde lejos cuando estábamos en el mismo espacio. No era constante, ni evidente, pero me daba cuenta. O al menos eso quería pensar.
Pero Dominic Sinclair, sin decir mucho, empezaba a hacerse presente.
Y lo curioso era que no sabía si eso me gustaba o me ponía nerviosa.
Lo cierto era que había algo en él. Y por primera vez, en mucho tiempo, no sabía si quería descubrir qué era.