Capítulo 11
Livie
Llevaba tres días completos dándole vueltas al asunto. Y no solo porque la idea de tener clases prácticas de coqueteo con Dominic Sinclair fuera absurda, sino porque, en el fondo, me aterraba lo bien que me parecía.
No debería. Él es el hermano mayor de mi amiga. Un hombre que solo piensa en trabajar incluso desde casa, y tiene una mirada que pesa cuando se posa en ti. Pero desde que acepté su propuesta, no podía dejar de pensar en ello.
Y para empeorar todo… lo agregué a redes sociales.
Un error de principiante, probablemente. Pero cuando me envió su número con un simple "Para coordinar el entrenamiento, señorita", no pude evitar sonreír. Le respondí con un emoji. Nada comprometedor. Nada que revelara lo mucho que me revolvía el estómago ese mensaje.
Habíamos quedado para el viernes en la tarde. Mía estaría ocupada en un seminario universitario, así que tendríamos la casa para nosotros. Eso lo hacía parecer aún más... íntimo.
Todo el día estuve inquieta. Me cambié de ropa tres veces, tratando de no parecer “muy preparada”, pero tampoco desinteresada. Opté por unos jeans claros, una camiseta suave y el cabello suelto, aunque al final me recogí solo un lado. Natural. Casual. Como si no llevara toda la semana imaginando cómo sería esto.
Cuando toqué el timbre, él ya estaba en la puerta. Llevaba una camisa negra con las mangas remangadas y una sonrisa que era más peligrosa que tranquilizadora.
—Puntual —dijo, haciéndose a un lado para dejarme pasar.
—No quería perderme la primera clase —respondí, intentando sonar más relajada de lo que me sentía.
Nos instalamos en la sala. Él trajo dos vasos con agua y se sentó frente a mí, cruzando una pierna con ese aire despreocupado que parecía tener de forma natural.
—Bien —empezó—. Vamos a repasar lo básico: contacto visual, conversación ligera, lenguaje corporal. Todo lo que puede crear o arruinar la química.
Asentí, jugando con el borde de mi vaso.
—¿Y si no hay química?
—Siempre hay. Solo hay que saber encontrarla.
Lo miré, y ahí estaba esa chispa. No agresiva, ni invasiva. Solo... latente.
—Empecemos con un acercamiento —dijo—. Como si nos cruzáramos en una reunión o una fiesta. Tú inicias.
Respiré hondo. Lo miré a los ojos y me acerqué unos centímetros.
—Hola —dije, con una sonrisa leve—. ¿Nos conocemos?
—Bien —respondió, asintiendo—. Tono natural. Lenguaje corporal abierto. Me gusta.
Me sentí tonta por la ola de satisfacción que me recorrió. Era una simulación. Nada más. Pero aún así, ese “me gusta” hizo que se me aflojara algo en el pecho.
—¿Y qué pasa con el momento en que te bloqueaste? —preguntó de pronto, como si no quisiera dejar pasar ese detalle—. ¿Con el chico de la fiesta?
Me removí en mi asiento.
—Fue en el baile... cuando se inclinó, como si fuera a besarme.
Dominic asintió, pensativo.
—Entonces eso hay que trabajarlo también.
Lo miré, sorprendida.
—¿Quieres decir... practicar un beso?
—Solo si tú estás de acuerdo —respondió con calma—. Podemos simular todo lo demás, pero si ese fue el momento en que te paralizaste, evitarlo no va a ayudarte.
Desvié la mirada, sintiendo el rubor subir a mis mejillas.
—No es que no quiera… es solo que... es un beso.
—Un beso sin pretensiones —dijo él, más serio de lo que esperaba—. Solo parte del ejercicio. Sin significados añadidos. Como dijimos: sin enredos.
Lo pensé. Lo medité. Y, contra todo pronóstico, asentí.
—Está bien. Pero... al final de la sesión. No ahora.
Dominic sonrió, no burlón, sino genuino. Como quien no esperaba que aceptaras, pero se alegra de que lo hicieras.
—Perfecto. Seguimos, entonces.
Pasamos la siguiente media hora repasando posturas, tonos de voz, incluso bromas. Me hizo caminar hacia él desde el pasillo como si lo estuviera viendo en una cafetería, y luego fingimos una conversación en una fiesta. Cada vez que me corregía, lo hacía con paciencia. Cada vez que yo lograba una frase con seguridad, él asentía con aprobación. Me hacía sentir capaz, incluso cuando sentía que temblaban mis rodillas.
Y cuando llegó el final, hubo un silencio.
—¿Lo hacemos ahora? —pregunté.
Él no respondió de inmediato. Me miró. No como en un juego. No como en una clase. Me miró de verdad. Como si estuviera midiendo el momento.
—Solo si tú estás segura —dijo.
Asentí. Me acerqué. Él también lo hizo, con movimientos medidos. No fue un beso apasionado ni torpe. Fue lento, contenido. Solo un roce, un contacto medido.
Pero cuando se apartó, noté que yo no respiraba.
—Eso no estuvo mal —murmuró, con un tono más bajo.
—No estuvo mal —repetí.
Nos quedamos ahí, en silencio. Lo habíamos dicho: sin enredos. Pero no estaba segura de si acabábamos de hacer un nudo invisible entre los dos.