Capítulo 14
Dom
Últimamente Livie estaba más distante. No en el sentido evidente, de esos silencios incómodos o peleas pasivo-agresivas. Era más bien sutil. Como un cambio de temperatura. Su forma de responder a mis mensajes se volvió más breve, menos juguetona. A veces simplemente dejaba el "visto" por horas. Y aunque parte de mí intentó justificarlo —clases, cansancio, mil cosas—, no podía ignorar que algo se había movido.
Pero tampoco yo tenía mucho margen para pensar en eso. Las negociaciones con un nuevo cliente me estaban absorbiendo por completo. Reuniones eternas, llamadas hasta tarde, correos que se multiplicaban como plagas. Y mientras repasaba contratos y ajustaba cláusulas, notaba una pequeña ausencia: la de Livie. Sus mensajes. Su entusiasmo infantil cuando me mandaba un reel con algún mensaje.
Eran esas cosas mínimas las que ahora echaba en falta.
Cuando escuché desde la cocina a Mía comentar que ella y Livie irían a una fiesta el viernes, no pude evitar sonreír. Pensé: bueno, al menos ya se siente cómoda saliendo más. Me alegró, de verdad. Y también me recordó lo fácil que era engancharse con su energía. Esa forma que tenía de meterse en todo, de querer vivir cada momento al máximo. Quizás eso era lo que más me gustaba de estar con ella: la forma en que me sacaba del modo automático en que funcionaba mi día a día.
La noche del viernes la pasé revisando un par de informes con un vino en la mano. No planeaba salir. No tenía ganas. Pero a las 2:18 a.m., mi teléfono vibró.
Mía.
—¿Dom? —su voz sonaba entre cansada y desesperada—. Perdona la hora, pero… ¿nos podrías hacer un favor? Nadie tiene cómo regresar. Todas están medio borrachas y Livie no quiere irse con cualquiera. ¿Puedes venir por nosotras?
Me tomó medio segundo decir que sí.
Me puse una camiseta cualquiera, tomé las llaves del auto y me dirigí al lugar que Mía me indicó. Un barrio medio escondido a las afueras de la ciudad, con luces que parpadeaban y música que salía por todas las rendijas de una casa de dos pisos. Me apoyé en el auto mientras esperaba, con los brazos cruzados, tratando de no parecer lo suficientemente mayor como para estar juzgando la escena.
Y entonces las vi.
Livie estaba despidiéndose de un chico. Se reían. Él la abrazó, demasiado cerca para mi gusto. Ella le dio un manotazo suave, como si le estuviera diciendo algo gracioso, y luego se alejó.
Venía con Mía, ambas riendo. Caminaban algo tambaleantes pero alegres. Cuando me vieron, Mía alzó los brazos como si acabara de encontrar un oasis.
—¡Mi salvador! —gritó, abriendo la puerta del copiloto y dejando caer su bolso en el asiento.
Livie entró en la parte de atrás. Tenía las mejillas rojas, el cabello algo revuelto, y una sonrisa que parecía demasiado feliz para ser tan tarde y su atuendo era muy revelador para lo que ella acostumbraba a usar.Estaba preciosa.
—Gracias por venir —murmuró ella, recostándose en el asiento—. Pensé que íbamos a tener que tomar un uber que nos dejaria quien sabe donde.
No dije mucho. Solo arranqué el auto y conduje en silencio mientras Mía hablaba de los vasos de colores y los shots sospechosos. Livie se quedó callada la mayor parte del camino, mirando por la ventana e intentando no dormirse.
A la mañana siguiente, pasé por una tienda antes de ir a ver si seguían vivas. Compré bebidas hidratantes, unas pastillas para el dolor de cabeza y pan de queso recién horneado. Cuando abrí la puerta del departamento, la escena era de guerra postapocalíptica. Mía estaba con gafas oscuras en la cocina y Livie en el sofá, con la cabeza metida entre dos cojines.
—¿Héroe otra vez? —dijo Mía sin levantar la mirada.
—Siempre —respondí, dejando las bolsas en la mesa.
Livie se incorporó, aún despeinada. Llevaba una camiseta vieja de Mía que le caía casi hasta las rodillas. Tenía marcas en la piel, probablemente de haberse quedado dormida aplastada sobre algún mueble... pero entonces lo vi.
Una marca, rojiza, no muy grande, justo debajo de su mandíbula. No parecía una alergia.
Y aunque no dije nada, algo en mí se encogió.
Me quedé unos minutos más, ayudando a preparar café y soltando un par de bromas flojas. Pero el resto del día, incluso mientras volvía a mis pendientes, esa imagen no me dejó en paz. Esa pequeña marca. Ese abrazo en la madrugada. Esa risa que no era para mí.
Quizás no éramos nada. Quizás ese era el punto desde el inicio. Pero aún así, jodía.
Y mucho.