Entre tú & yo

Prefacio

Nunca me gustaron los hospitales.

No podría mencionar otro lugar donde me sintiera más inútil que en el blanco pasillo del hospital, empapelado de posters que trataban sobre la importancia del lavado de manos y sobre las enfermedades infectocontagiosas.

Qué curioso que en esos posters se mostraran personas sonrientes cuando se trataba del virus del herpes zóster. ¿Quién los habría diseñado? Nadie estaría sonriente si le informaran que estaba infectado con herpes. Nadie estaría feliz si hubiera sido arrollado e internado en un contradictorio hospital donde el suelo era más cómodo que las sillas de duro metal.

Pero ¿Qué podía hacer? Nada que no fuera esperar de pie, arrimado a la pared; viendo a los hombres y mujeres de batas blancas caminar de un lado a otro, sumidos en sus pensamientos; quizás llegando a un posible diagnóstico.

—¿Tienes sueño?

Era Andrea quien hablaba. Estaba sentada soportando, Dios sabe cómo, la dureza de esas sillas. Me miró con sus ojos achicados y algo rojizos por el llanto.

—No —murmuré.

Si hablaba más alto parecería que gritaba debido al silencio que existía a las cuatro de la mañana.

—Pensé que sí —dijo, estirándose un poco—. Has suspirado muchas veces.

—Lo siento si eso te despertó.

—No estaba dormida. No podría dormir, aunque quisiera.

Se levantó, algo entumecida por las incómodas sillas. Caminó lentamente por el pasillo. Si Andrea vistiera ropa blanca y llevara cadenas en los tobillos, pasaría perfectamente por un alma en pena.

Y casi que lo era.

Pobre mujer, había pasado un tremendo susto. Podía darme una idea de cómo ella se había sentido. Aquello era paralizante, como el veneno de una cobra. Era una angustia incapacitante que te transformaba en un ser inútil. No quería volver a vivir algo así y en verdad esperaba que esta chica tampoco.

Regresé la mirada hacia Andrea. Había avanzado hasta el otro extremo del desolado pasillo, y al toparse con la ventana, dio media vuelta y deshizo el camino hecho.

El sonido de botas rechinando contra la baldosa interrumpió la tranquilidad del ambiente. Una enfermera de cabello negro y uniforme azul miró desaprobatoriamente a Alfredo, el autor del ruido.

—¿Alguna novedad? —dicho esto, tomó asiento donde antes estaba la chica.

—No —decidí darle una oportunidad al metal y me senté a su lado—. ¿Dónde está James?

—En la cafetería —Alfredo miró por sobre mi hombro, enfocando a alguien—. ¿Cómo está?

—Más tranquila. Está esperando a que la dejen entrar, quiere dormir dentro.

—El hospital no permitirá eso.

—A Andrea no le importará, entrará de todas formas.

Mi acompañante estiró las piernas al tiempo que bostezaba ruidosamente, ganándose otra mirada de reprimenda de la misma enfermera. Terminé recibiendo una mirada similar al contagiarme del bostezo. Ninguno había dormido en más de un día y el cansancio se duplicaba con el desgaste físico que teníamos. No podía estirarme porque cada músculo de mi espalda y mis hombros dolía con el mínimo intento de movimiento.

—Pasó tan rápido… —comentó.

—Por eso se llama accidente —dije de vuelta, sintiendo ya el sueño aparecer—. Lo bueno es que está estable y fuera de peligro.

Con la sensación de ser inútil el tiempo pasaba más lento. Detestaba quedarme estático, sin nada que hacer, sin nada que pensar o planear. Miré el reloj de mi muñeca el cual estaba embarrado de lodo. Al limpiarlo noté que eran las 4:15 am. Vaya, no había pasado mucho tiempo.

—¿Avisaron a los padres?

—Sólo a Andrea. La ASN no quiere a más civiles involucrados.

—Es mejor así ya s…

Alfredo calló y ambos giramos en dirección a las voces que se alzaban al final del pasillo. A un lado del ascensor estaba Andrea abrazando a alguien como si la hubiera estado esperando por mucho tiempo. Alfredo y yo intercambiamos una mirada, preocupados con el pensamiento de que posiblemente Andrea hubiera involucrado a más personas en esto.

—¿Cómo estás? ¿Cómo está Eduardo? ¿Está bien?

—Dios, Luisa…

Ambas se separaron del abrazo y fue ahí cuando la vi. Me incliné para observarla mejor, apoyando mis codos sobre los muslos. Continuaban hablando de pie, Andrea al parecer sollozaba y Luisa, con su rostro entristecido, le acariciaba las manos.

—Está aquí —me giré, enfocando a Alfredo—. Luisa está aquí. No esperaba que viniera.

—Yo tampoco, al parecer Andrea la llamó.

Cuando regresé la mirada, ambas mujeres caminaban hacia el cuarto acercándose a nosotros. Esperé a que su mirada se topara con la mía y, cuando aquello pasó, Luisa no se tensó como yo lo hice. Todo lo contrario, sus facciones se relajaron y sonrió.

Maldita sea…

Cómo había extrañado esa sonrisa.

 




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