Frontera Tulcán – Pasto, año 1985
Puente Internacional de Rumichaca
Era una mañana fría, envuelta en neblina. El aire olía a eucalipto, pan recién horneado y diésel de los buses que venían y salían de ambos lados de la frontera. Gente caminaba de un lado al otro cargando maletas, sacos de papa, niños en los brazos o simplemente esperanzas que no cabían en las manos.
Entre esa multitud, Julián, un ecuatoriano alto, de 1.83 m, 28 años, era bisexual, moreno claro, con una bufanda raída y un cuaderno bajo el brazo, caminaba despacio. Sus ojos miraban todo con atención, como si intentara capturar el alma del lugar. Cada tanto, se detenía para hacer un trazo rápido con su lápiz, dibujando la silueta de un vendedor, una mujer de trenza larga, una sombra alargada.
Vivía en Tulcán, en un barrio de calles de tierra, y aunque nunca estudió arte en una academia, dibujar era su mundo. Sin eso, sentía que no existía.
Al otro lado del puente, Mateo, colombiano, de 1.85 m, 28 años, era bisexual, piel trigueña y cabello rizado, caminaba con un pequeño termo colgado al hombro. Venía de Pasto, y cada semana cruzaba la frontera para comprar especias, quesos y productos que usaba en sus recetas. Amaba cocinar. Era lo único que lo hacía sentir útil, vivo. Nunca terminó la universidad, pero aprendió a preparar platos viendo a su abuela y experimentando en su cocina.
Ese día, Julián alzó la vista justo cuando Mateo pasó a su lado. Lo primero que notó fue su altura. Luego, su sonrisa amable. Se miraron por un segundo, sin palabras, pero con una energía extraña, como si ya se conocieran de otra vida.
—¿Te gusta dibujar? —preguntó Mateo, al ver el cuaderno.
—Sí… es lo único que hago bien —dijo Julián, con una media sonrisa.
—A mí me pasa lo mismo con la cocina. Solo que a nadie le importa eso.
Ambos rieron, casi con resignación. No sabían por qué, pero caminaron juntos hacia el lado colombiano del puente, como si el otro fuera una excusa perfecta para no seguir solos.
—¿Vienes seguido? —preguntó Julián.
—A veces… a buscar ají y queso. ¿Tú?
—Hoy no vine a comprar. Vine a ver si encontraba algo diferente. Algo que me saque de la rutina.
—¿Y ya lo encontraste?
Julián lo miró. Mateo también. El río seguía corriendo bajo sus pies, como si supiera que algo estaba naciendo en ese instante.
—No lo sé. Tal vez.
Ese día no intercambiaron números. No se preguntaron apellidos. Solo caminaron juntos hasta la entrada de una pequeña tienda y se despidieron con un gesto tímido.
Pero los dos sabían que ese no era el final. Era apenas el comienzo de algo que aún no podían nombrar.
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romance multigeneracional, lgbt+ con drama familiar, amor que desafía el tiempo
Editado: 27.07.2025