Entre Tulcán y Pasto

Cap 2: Un sabor familiar

Los días en la frontera se parecían entre sí: el sonido de los buses, las conversaciones rápidas en acentos mezclados, los vendedores ambulantes ofreciendo café o panes rellenos de queso. Pero algo había cambiado desde aquel primer encuentro.

Julián regresó al puente al día siguiente. Y al siguiente también. No sabía bien qué esperaba, pero una parte de él confiaba en volver a verlo.

Y lo hizo.

Mateo estaba junto a una pequeña carretilla donde vendían empanadas. Llevaba un delantal gris, con harina en las manos y una expresión tranquila. Sonrió apenas lo vio.

—¿Tienes hambre? —preguntó, sin formalidades.
—No. Pero vine igual.

Mateo le ofreció una empanada rellena de pollo y un ají de la casa. Julián dio un mordisco, y por un momento, cerró los ojos. Nunca había probado algo así.

—¿La hiciste tú?
—Sí… no tengo restaurante, pero de vez en cuando me prestan esta carretilla.
—No sabes lo que haces cuando cocinas, Mateo… Es como si pintaras con fuego.

Se sentaron en una banca oxidada, con vista al puente. Julián sacó su cuaderno. Esta vez no dibujó el paisaje. Lo dibujó a él. A Mateo, inclinado sobre una mesa imaginaria, cocinando entre sombras.

—¿Puedo verte cocinar alguna vez? —preguntó Julián, sin levantar la vista del papel.
—Solo si yo puedo verte dibujar.

La conexión se tejía sin prisas, como una sopa lenta. Sin preguntas dolorosas, sin juicios. Ambos sabían lo que significaba ser un hombre de clase media-baja, sin carrera, con gustos “raros” para su entorno. Pero al lado del otro, todo parecía válido.

Ese día no hubo beso. Ni roce. Solo una complicidad creciente. Una promesa no dicha de que mañana se volverían a ver.

Y así lo hicieron. Día tras día. Hasta que la rutina dejó de ser rutina y se volvió necesidad.




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