Entre Tulcán y Pasto

Cap 3: Sombras suaves

El cielo estaba cubierto de nubes, como si la montaña se negara a dejar pasar el sol. Julián llegó temprano al puente, con el cuaderno en la mano y una bufanda nueva que había comprado en el mercado de Tulcán, solo porque le recordó el color de los ojos de Mateo.

Y allí estaba él.

Mateo, con las mangas arremangadas, moliendo ají sobre una piedra, como si fuera una ceremonia ancestral. La carretilla estaba cerrada hoy, pero él seguía ahí. Esperando, como si supiera que Julián vendría. Como si fuera lo más natural del mundo.

—Hoy no hay empanadas —dijo Mateo con una media sonrisa.
—No vine por eso.

Se quedaron mirando en silencio unos segundos. El viento les revolvía el cabello, y las voces de la frontera parecían difuminarse.

—¿Sabes qué me pasa contigo? —dijo Julián, acercándose un poco.
—¿Qué?
—Que me siento en casa sin estar en mi casa. Y no me había pasado nunca.

Mateo bajó la mirada. Se mordió el labio. Luego asintió.

—A mí me pasa algo parecido. Pero también me da miedo.

—¿Por qué? —susurró Julián.
—Porque cuando algo me hace bien, siempre pienso que va a desaparecer.

Julián lo miró. Lo entendió. El amor, para ellos, no era una historia de novelas ni de películas. Era algo que siempre parecía estar en peligro. Porque eran hombres. Porque venían de barrios donde nadie hablaba de amar entre iguales. Porque nadie les enseñó que era posible… hasta ahora.

—No me voy a ir, Mateo —dijo Julián con firmeza, pero con dulzura—. A menos que tú quieras.

Mateo levantó la vista. Tenía los ojos brillantes, pero no lloraba. Se acercó. Y por primera vez, le tocó la mano. No fue un apretón. Fue apenas un roce. Pero fue suficiente.

Caminaban juntos por un sendero de tierra, lejos del puente, cuando empezó a lloviznar. En lugar de correr, se quedaron bajo un árbol. Julián sacó su cuaderno y dibujó la silueta de Mateo, con gotas deslizándose por su frente.

—¿Y yo puedo dibujarte a ti? —preguntó Mateo, sonriendo.
—¿Con qué?
—Con mis recuerdos.

Ambos rieron, despacio, como si el mundo alrededor se hubiera vuelto suave. Julián cerró su cuaderno y antes de despedirse, le dijo:

—¿Tienes teléfono?
—Sí, aunque no es muy bueno… pero sirve para mensajes.
—Entonces pásamelo. Quiero escribirte esta noche. Quiero escucharte aunque no estés.

Mateo, con una sonrisa tímida, le dictó su número mientras Julián lo anotaba con cuidado en la contraportada del cuaderno.

—¿Y tú?
—Aquí tienes el mío —respondió Julián, escribiéndolo en un papel arrancado con la precisión de un gesto íntimo.

Un par de horas después, ya entrada la tarde, Julián recibió un mensaje:
“¿Te gustaría venir a cenar esta noche? Yo cocino.”
“Sí.”, respondió, sin pensarlo.

Esa noche, Julián tomó un bus hasta el barrio El Pilar, en Pasto. La casa de Mateo era pequeña, con paredes color durazno y olor a orégano. Todo estaba limpio, modesto, cálido. En la mesa, había servido arroz con camarones y patacones, y una pequeña botella de vino barato, pero suficiente.

—No tengo copas elegantes —dijo Mateo, riendo— pero los vasos de vidrio también sirven para brindar.

Julián alzó su vaso.

—Por este puente que ya no nos separa, sino que nos une.
—Y por lo que aún no sabemos que somos, pero ya sentimos.

¡Clink!
Los vasos chocaron suavemente. Fue su primer brindis. No por una victoria, sino por la esperanza.

Después de la cena, se quedaron hablando en la sala, la luz tenue, el corazón en calma. No se besaron esa noche. No hacía falta. La intimidad ya había comenzado.

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