Entre Tulcán y Pasto

Cap 9: Donde los recuerdos duelen menos

Tulcán le ofrecía a Mateo algo distinto. Las calles eran más frías, sí, pero el calor de la mirada de Julián, sus abrazos en cada esquina, y las tardes en que cocinaban juntos en su nueva rutina, llenaban los días de una dulzura inusitada. Aún no tenía trabajo, pero Mateo no se preocupaba demasiado. Lo más importante estaba ahí, sentado en la sala con un cuaderno de bocetos, tarareando bajito mientras dibujaba a Mateo cocinando huevos pericos.

—¿Sabes? Nunca me sentí tan en casa como ahora —le dijo Mateo un día mientras lavaba los platos.

—¿Y eso que estás en otro país —rió Julián—. ¿Estás seguro?

—Estoy con vos —respondió Mateo, secándose las manos con un trapo—. Eso es más que suficiente.

Sin embargo, en otra parte de Tulcán, en una cantina algo polvorienta, Fercho levantaba una botella de cerveza, acompañado de Fabián, un viejo amigo de la infancia.

—¿Y entonces qué, Fercho? ¿Por qué te molesta tanto ese man, el colombiano?

Fercho se removió incómodo, dándole vueltas a la botella entre los dedos.

—No es por él… —murmuró—. Es por Julián. Ese man cambió desde que se "descubrió" como dice ahora. Antes era otra cosa. Era... era mi mejor amigo.

Fabián lo miró serio, pero sin juicio.

—¿Y eso es culpa de que sea bisexual o de que vos no sabés cómo lidiar con lo que cambió?

Fercho no respondió. Sólo tragó saliva y pidió otra ronda.

Esa noche, embriagado más por la nostalgia que por el alcohol, Fercho se alejó del bar sin decir a dónde iba. Caminó largo rato, hasta llegar al borde del barrio, a una pequeña quebrada donde solía jugar de niño. Allí, entre piedras y musgo, aún estaba el viejo tronco partido donde solía esconder sus cómics con Julián, donde se contaban secretos que nadie más conocía. Donde una vez, Julián le confesó llorando que le gustaban tanto las chicas como los chicos… y donde él, Fercho, sólo pudo quedarse en silencio, lleno de miedo y rabia, sin entender.

—¿Por qué te lo tomé tan personal...? —susurró al viento, con los ojos cerrados.

La brisa andina lo envolvía como un perdón. Por primera vez en años, el recuerdo no dolía tanto.

Mientras tanto, Julián y Mateo cocinaban empanadas juntos. Mateo era pésimo doblando la masa, pero lo compensaba con sus besos rápidos en la mejilla.

—Esto no es una empanada, Mateo, esto es una ruana cerrada con un relleno de papa —se burló Julián.

—Callate y probala —dijo Mateo, sonriendo.

Ambos rieron. Y mientras lo hacían, sin saberlo, algo en el corazón de Fercho también comenzaba a ablandarse.

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