Después de su mágica estadía en Guayaquil y la emotiva propuesta de matrimonio en medio del parque acuático, Julián y Mateo regresaron a Tulcán con una nueva energía. Ya no eran simplemente una pareja enamorada enfrentando prejuicios; eran dos hombres comprometidos a construir un futuro. Y ese futuro estaba a punto de tomar un rumbo aún más profundo: el de ser padres.
Un par de semanas después del viaje, Laura —la amiga de Mateo, era colombiana, enfermera, una mujer cálida, generosa y espontánea— los visitó en su casa. Con los ojos brillantes de ilusión y respeto, se sentó junto a ellos en el sofá.
—He pensado mucho en esto —dijo, cruzando las manos con emoción—. Admiro el amor que tienen, y siempre he soñado con ayudar a alguien a ser padre. Si ustedes lo quieren… quiero ser la donante de vientre para su hijo.
El silencio fue profundo y lleno de emoción. Julián sintió un nudo en la garganta, y Mateo apretó su mano con fuerza.
—¿Estás segura? —preguntó Julián con voz temblorosa.
—Más que nunca. Haría esto con amor, y quiero verlo crecer sabiendo que es fruto de algo tan hermoso como su historia.
—Gracias, Laura... no tengo palabras —dijo Mateo.
Con lágrimas en los ojos, Julián la abrazó. Mateo no dijo nada por un momento, simplemente lloró en silencio. Ese día sellaron un pacto sagrado entre los tres. Decidieron que el embrión sería fecundado con una mezcla de los espermas de ambos. No importaba quién sería el padre biológico exacto; lo que importaba era que ese bebé llevaría el amor de los dos.
Acordaron que Laura se mudaría temporalmente a Pasto para vivir el embarazo con calma, en casa de la tía de Mateo, una mujer de confianza y de gran corazón. La familia de Mateo estaba feliz, especialmente su madre, quien lloró cuando se enteró que sería abuela.
—Gracias por no tener miedo de amar —le dijo a Mateo por videollamada—. Ahora entiendo lo que significa amar sin condiciones.
Durante los primeros controles médicos, todo marchó bien. Laura recibió el mejor acompañamiento, y tanto Mateo como Julián viajaban a Pasto con frecuencia para acompañarla.
En paralelo, comenzaron los planes para la boda. Querían que fuera en la frontera, en el mismo puente entre Tulcán y Pasto, donde todo había empezado. Era simbólico, poderoso. Una unión no solo de dos hombres, sino de dos países, de dos caminos, de dos almas que se encontraron en la mitad del mundo.
Y mientras la vida se organizaba entre pruebas de vestido, citas prenatales y llamadas familiares, Julián y Mateo se tomaban las noches para hablar. Acostados bajo las estrellas del patio, pensaban en cómo sería tener a Santiago en sus brazos.
—¿Te imaginas cuando diga "papá"? —susurró Mateo.
—¿Sabes una cosa? —dijo Julián, sonriendo—. Este niño va a tener el corazón más fuerte del mundo… porque va a ser el hijo de dos luchadores.
Mateo soltó una carcajada, tocándose el anillo de compromiso.
—Y va a tener la risa más bonita, como la tuya —respondió—. Ya quiero tenerlo en mis brazos, Julián.
—Voy a llorar todos los días —respondió Mateo, acariciándole el cabello—. Este niño va a ser tan amado, Julián... por todos. Incluso por Fercho.
Mateo sonrió, pensando en cómo Fernando había cambiado tanto desde aquella conversación sincera. Aunque a veces aún era un poco rudo, se estaba convirtiendo en alguien más abierto y cálido.
La semilla de una nueva vida estaba creciendo. Y con ella, el corazón de Julián y Mateo se ensanchaba, preparándose para el milagro del amor multiplicado.
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romance multigeneracional, lgbt+ con drama familiar, amor que desafía el tiempo
Editado: 27.07.2025