Entre un amor y medio

1. Desastres de café

—Buenos días, pensé que nunca despertarías — dice mi mejor amiga y compañera de piso desde el sofá, donde está sentada.

—Buenos días a ti también — saludo, para luego no oír sus quejas de yo siendo una maleducada por no devolver el saludo, como pasa cada vez que no lo hago.

Beth se gira para seguir viendo la televisión y yo me dirijo a la cocina, que está a dos pasos del salón. El apartamento en el que vivimos mi amiga y yo no es muy grande, por lo que el espacio entre sala y sala no es mucho, pero para dos chicas jóvenes que llevan poco tiempo trabajando está bien.

Me preparo el desayuno mientras puedo escuchar el sonido de la tele, nunca viene mal un café mañanero antes de ir al trabajo. Más vale ir despierta que a punto de morir por el cansancio. 

Puedo considerarme una persona medio nocturna porque a veces me gusta irme a dormir a las tantas de la madrugada, aunque la mayoría de veces prefiero aprovechar el día, y hoy ha sido un día de esos trasnochados. Es por eso que, aunque no me apasione el sabor del café, suelo tomar uno en estas ocasiones ya que me ayuda a mantenerme despierta.

Cuando voy a dar el primer sorbo oigo un chillido de fangirl, lo que hace que me sobresalte y casi tire unas cuantas gotas de café sobre mí. ¿Qué será ahora el motivo de entusiasmo de la loca de Beth? Siempre que ve algo que le gusta o algo parecido se entusiasma y suelta ese chillido que a cualquiera podría irritar, pero como buena amiga que soy aguanto siempre. 

En cuanto voy a preguntar qué le sucede, oigo como el sonido procedente del televisor aumenta, por lo que, deduzco que Beth le ha subido el volumen. Escucho la voz de la misma señora de siempre en las noticias anunciando la llegada al estado de Nueva York del cantante que está más de moda en la actualidad.

Ruedo mis ojos en cuanto escucho su nombre: Hudson Allen. No podría ser otro más que ese. Menos mal que el distrito de Manhattan es lo suficientemente grande como para cruzarme con ese ser que habita el mismo planeta que yo.

Agarro mi taza y voy a sentarme junto a mi amiga para continuar con mi desayuno en compañía.

—Veintitrés años y sigues gritando cual niña adolescente cada vez que ve a su ídolo en la tele — me burlo de ella, justo cuando estoy sentándome a su lado.

—Tú no lo entenderías, no le pones emoción a nada más que tu trabajo. Y amiga, déjame decirte que eso es muy triste — contraataca y empieza a sobar mi brazo con cara de cachorrito, como si le diera pena de verdad.

Suelto un gruñido y ella comienza a reír levemente, luego me uno a ella. Aunque parezca una gruñona eso no es cierto, tampoco lo es que el trabajo es lo único que existe para mí.

—Lo que pasa es que yo sí que hago algo con mi vida, no como tú, que parece que te casaste con el sofá desde que vivimos aquí — le saco la lengua y doy un sorbo más a mi bebida.

—Sí que trabajo, pero en un ambiente más animado y un horario distinto al tuyo, por eso no ves que trabaje — se defiende.

De momento Beth trabaja como bartender en una de las discotecas más famosas y exclusivas de la ciudad, pero dice que en un futuro quiere dedicarse a otra cosa. Este trabajo que tiene ahora, según ella es solo del momento porque le divierte.

Ambas dirigimos la mirada a la pantalla, la de las noticias sigue dando información sobre el susodicho. Se va a quedar durante un tiempo ya que tiene programados varios conciertos y alguna que otra entrevista. Lo normal en un cantante que se encuentra de gira.

La mujer sigue hablando, diciendo que ese tiempo de estadía es indeterminado y que Nueva York es su última parada. Cosas que a mí no me interesan lo más mínimo, y que, por el contrario, a Beth le encanta oír. 

Entonces ella se gira hacia mí y empieza a hablar.

—¿Te imaginas que sale de fiesta y yo le sirvo las copas? Sería la chica más feliz en el momento — me dice toda ilusionada.

Seguro que al decir eso, ya se está montando mil historias románticas que podrían suceder con ese cantante en su mente. 

—Y yo me pregunto cuándo será que te dejen de gustar todos estos típicos guaperas que se hacen llamar cantantes con un ego más enorme que las mansiones en las que viven.

—No lo conoces, no sabes si es como tú dices. No lo puedes juzgar si nunca antes lo has visto — me rebate.

—Tú tampoco lo conoces y estás muy segura de que es el chico de tus sueños — argumento, consiguiendo que no pueda contradecirme más.

Punto para Iris, sonrío internamente.

—Lo que tú digas, pero sigue juzgándome por parecer una fangirl de quince años y te haré recorrer calle tras calle hasta encontrar a Hudson solo para que me firme sus discos — vuelve a hablar, esta vez sonriéndome como si fuera malvada, sabiendo que eso para mí sería un espanto y cruel, pero certera tortura.

No me esfuerzo tanto para correr ni en el gimnasio, voy a hacerlo andando por toda la ciudad en busca de alguien que ni me gusta. Esta vez la que se queda callada soy yo mientras mi amiga ríe. 

Punto para ella.

Decido que es tiempo de dejar la charla donde está e irme a arreglar, sino llegaré tarde al trabajo, y desde luego que si eso pasa no me apetece nada ver la cara de molestia del señor Harrison y menos el sermón de después. 

Y por si alguien se lo pregunta, al señor al que me refiero es mi jefe.

Dejo la taza en el fregador y me dirijo a mi cuarto. En media hora ya estoy lo suficientemente decente como para ir al trabajo. Cojo las llaves del apartamento y me despido de mi amiga, quien hace un murmullo como despedida.

No tardo mucho en llegar, pues la boca de metro está a cinco minutos andando desde casa y son solo tres paradas hasta el edificio donde trabajo.

Cuando entro, las recepcionistas, que ya me conocen, me sonríen en cuanto me ven a modo de saludo. Suelo llevarme bien con mis compañeros, siempre es mejor trabajar en un ambiente amistoso.



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En el texto hay: romance

Editado: 20.03.2023

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