Entrelazados

2.

Luego de aquel mágico encuentro, los jóvenes comenzaron a frecuentarse a diario.
Cada día a la misma hora, inventaban cualquier excusa para escaparse de sus labores e ir en busca del otro. Todos los días sin falta, se encontraban bajo aquel hermoso nogal. Incluso cuando el frío erizaba la piel y helaba la sangre, allí estaban ellos, sonriendo, charlando, tonteando o correteando debajo del árbol.

Solían hablar mucho, cada vez que Conal veía los profundos ojos cafés de Araminta, sentía que podía decirle cualquier cosa. Araminta sentía lo mismo, pero prefería escuchar las intrigantes historias de su charlatán acompañante que aburrirle hablando de ella misma.
Conal, siendo miembro de la alta sociedad, conocía personas muy importantes y había viajado a lugares con los que Araminta solo podía soñar.
Ella era hija de un médico, no poseía grandes riquezas, ni tenía importantes conocidos. Solo era una joven sencilla e inteligente que anhelaba ver el mundo.

Así, en aquel primer escenario, ambas almas pasaban el tiempo disfrutando de los seres corpóreos que habían elegido y lo sencillo que había sido unirlos. Amaban verse en los ojos del otro, como un reflejo en el agua. Lo amaron tanto que olvidaron que, lo que se ve, no siempre es lo que existe.
Araminta y Conal llegaron a amarse, sí, la presencia del otro alcanzaba para hacerlos sonreír. Todo lo que podían imaginar era sus vidas unidas, pero es ahí, en la unión, donde el plan de estas dos enamoradas almas falló.

Al cabo de tres meses, los padres de Conal regresaron de Escocia trayendo una pequeña sorpresa con ellos.

Conal, dulce e inocente, fue a recibir a sus padres muy felizmente, incluso había planeado la forma de contarles sobre Araminta y lo mucho que ella significaba en su vida. Pero sus padres tenían otros planes.

Antes de que Conal pudiera decir algo, antes de que pudiera expresar un solo sentimiento, sus padres le presentaron a lady Katherin de Escocia. Inmediatamente, le explicaron que era el expreso deseo de la reina que ella y él se unieran en matrimonio.
Conal, aturdido, no supo cómo reaccionar o qué decir. Luego de respirar profundo y aclarar el arrebatado mar de ideas en el que se había convertido su cabeza, hizo la única pregunta que podía salvar a su apesadumbrada alma.

-¿Qué pasaría, padre, si me niego a casarme con esta joven?

-Es un deseo expreso de la reina, tu prima. No puedes negarte- sentenció su padre.

-¿Pero qué pasaría si...?- Conal no se atrevió a terminar la frase, la cara de su padre se veía furiosa. Aunque, solo para dejarlo claro, el hombre le respondió.

-Si te resistes, cosa que no harás, yo perderé mi puesto en la corte, seremos expulsados del palacio y perderemos todo lo que tenemos- le dijo. Conal, no esbozó ni una palabra más.

La realidad fue que su padre mintió. Victoria no había obligado a Conal a casarse, ella solo había expresado su consentimiento para la celebración de la boda que sus padres habían sugerido. La razón por la que los padres de Conal buscaban casar a su hijo era el dinero. Estaban cerca de la banca rota, pero una joven adinerada que estuviera en edad para casarse con su hijo, definitivamente, los salvaría de la ruina.

Abatido, Conal se vio en la terrible posición de elegir entre traicionar a su familia o ir tras el amor de su vida.

Un mes más tarde, luego de evitar por todos los medios encontrarse con Araminta, Conal le envío una carta. Le dijo que necesitaba hablar con ella de algo muy importante, pero que no podían hablar en el palacio.
Él, la citó en el prado que frecuentaba de niño, aquel que estaba al borde de un risco y cuya vista dejaba sin palabras hasta al más hábil poeta.
Le explicó muy bien cómo llegar y a qué hora debía estar allí.

Poco antes del atardecer, el cabello de Araminta flameaba al son del viento, mientras que los dedos de sus pies se hundían en el fino césped del prado.
Eran los últimos días del invierno, aún hacía un poco de frío, pero estaba bien para ella.

Conal llegó un par de minutos más tarde, por el mismo camino que había usado Araminta. Desde lejos, la vio sentada al borde del risco, dejando que el viento la despeine, cerrando los ojos para sentir la energía que la rodeaba.
Le pareció tan hermosa, tan única. Su pecho se oprimió con fuerza al saber que esa sería la última vez que la vería.

Caminó lentamente hasta su encuentro, pero cuando ella lo vio, llevando su pantalón arremangado y una simple camisa blanca con un par de tirantes atados a sus pantalones, la alegría la invadió y, sin pensarlo un segundo, corrió a abrazarlo. Realmente lo había extrañado. Él le devolvió el abrazo, sujetándola con fuerza, como si tuviera miedo de que intentara escapar de sus brazos.

-Quería verte- susurró Araminta al oído de Conal -¿Por qué desapareciste así?

-Es complicado- le dijo.

Ambos se sentaron en el pasto mirando el atardecer. Cuando solo faltaba que se oculten un par de rayos del sol, Conal tomó valor y le contó todo a Araminta.
Le dijo que tenía que casarse con lady Katherin para evitar que su familia caiga en la ruina, le dijo que no podría volver a verla, le dijo que la reina nunca aceptaría que su primo se casara con la hija de un simple médico, le dijo que si ella fuera una duquesa o una condesa las cosas hubieran sido de

otra manera, pero que no era así. Le dijo que la amaba, pero que solo amar no alcanzaba.

Araminta se sintió devastada, traicionada. Su alma se retorció de dolor y su corazón colapsó sobre sí mismo.
Enfureció con la vida, las clases sociales y las injusticias pero, sobre todo, se enojó con Conal. Lo acusó de cobarde, de ser un peón en el juego de sus padres, un esclavo de su puesto y títere de sus superiores.

Cada palabra fueron como dagas al corazón de Conal, pero sabía que no era Araminta quien hablaba sino el dolor que la embriagaba. No la culpó, ni se enojó, la escuchó hasta el final y, cuando ya no le quedó veneno por escupir, la abrazó.
Se quedaron así un largo rato, sabiendo que no podrían volver a acercarse demasiado. Sabiendo que había llegado el final de una historia, que apenas había podido comenzar.




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