Lunes. Clases. Rostros conocidos, sonrisas ocasionales, y ese cosquilleo raro en el pecho cada vez que recordaba el momento en la glorieta con Dylan. No hubo beso, pero algo se había encendido. Algo que todavía no sabía cómo nombrar.
Me senté en clase con la cabeza aún flotando entre recuerdos, hasta que la profesora anunció:
—Esta semana tendrán que trabajar en pareja para la exposición de psicología. Las duplas han sido asignadas al azar.
Suspiré. ¿Por qué no con Maribel?
—Angelica… con Emma Evans.
Mi corazón dio un pequeño salto. Emma.
La conocía de vista. Era de cabello negro ondulado, ojos marrones profundos y una expresión que parecía hecha de mármol. Siempre sola, siempre en silencio. Como si viviera en una burbuja que nadie podía tocar. Jamás hablaba con nadie a menos que fuera necesario. Algunos decían que era arrogante. Otros que simplemente no le interesaba socializar.
Vi que ella giraba apenas el rostro cuando escuchó su nombre junto al mío. Nos miramos un segundo. Ni una sonrisa. Ni un gesto. Nada. Solo un asentimiento leve con la cabeza.
"Esto será interesante", pensé.
Después de clase, me acerqué.
—Hola, Emma. Supongo que somos compañeras de exposición.
—Sí. Podemos trabajar en la biblioteca a las cinco. ¿Te parece?
Directa. Seria. Fría. Asentí.
—Está bien.
—No me gustan las distracciones —añadió, sin mirarme—. Prefiero avanzar rápido.
—Tampoco me gusta perder el tiempo —respondí, levantando una ceja.
No sé por qué sentí la necesidad de contestarle con el mismo tono. Tal vez porque me intimidaba un poco. O porque había algo en ella que me hacía sentir que ocultaba más de lo que decía.
A las cinco en punto, estaba en la biblioteca. Emma ya estaba ahí. Había apartado libros, hecho esquemas y subrayado párrafos.
—Eficiente —murmuré al sentarme.
—Quiero ser psicóloga —dijo, como si fuera una explicación suficiente—. No puedo permitirme perder tiempo con cosas que no me ayuden a lograrlo.
La observé un momento. Su cabello caía como una cortina oscura sobre sus hombros. Tenía las uñas cortas, sin pintar. No usaba maquillaje. Todo en ella parecía ser control, precisión, distancia.
—¿Nunca te relajas?
Me miró con seriedad.
—Relajarme no me hace sentir mejor. Hacer las cosas bien, sí.
No supe qué decir. Pero en silencio, empezamos a trabajar. Página tras página. Intercambiábamos ideas sin hablar demasiado. Hasta que, sin querer, mencioné algo de Dylan.
—¿Ese es tu novio? —preguntó, con la mirada clavada en el texto pero la voz ligeramente distinta.
—No. Solo… es complicado.
—¿Te hace daño?
—No —dije, sincera—. Me confunde. Pero también me cuida. Como si tuviera miedo de acercarse del todo.
Emma no dijo nada por unos segundos. Luego bajó su bolígrafo.
—Hay personas que sienten tanto que se asustan. Como si tener algo bonito fuera más aterrador que perderlo.
La miré. Fue la primera vez que me dijo algo personal. No sobre ella. Pero desde ella. Como si, por un instante, bajara un poco su muralla.
—¿Y tú? ¿Tienes amigos? —pregunté con curiosidad.
Emma negó con la cabeza, sin dudar.
—No. Elegí no tenerlos. Me concentro en lo que quiero. Cuando te distraes con las personas, a veces dejas de ver lo que de verdad importa.
—¿Y no te da miedo estar sola?
Ella me miró por primera vez directamente. Sus ojos eran como un pozo sin fondo.
—A veces. Pero prefiero el miedo a equivocarme con alguien.
Quise decirle que estaba mal. Que el amor, la amistad, incluso los errores, hacen la vida más real. Pero algo en su mirada me dijo que no estaba lista para escucharlo.
Así que solo respondí:
—Supongo que todos tenemos nuestras formas de protegernos.
Y en silencio, volvimos a trabajar.
Ese día no nos hicimos amigas. Pero algo cambió. Una grieta pequeña en su muro. Un eco dentro del mío.
Y mientras nos despedíamos, ella murmuró sin mirarme:
—Eres buena. Se nota. Solo… ten cuidado con los que brillan demasiado. A veces queman.
No supe si hablaba de Dylan.
O de sí misma.