Cada vez que veía a Dylan, mi estómago se revolvía como si tuviera mariposas bailando con tacones. No nos habíamos dicho nada sobre lo que casi pasó. No lo habíamos mencionado. Pero estaba ahí.
La forma en que me miraba. Cómo rozaba mi hombro al pasar. La manera en que bajaba la voz cuando hablaba solo conmigo. Todo gritaba lo que él se empeñaba en callar.
—¡Angie! —gritó Maribel desde el pasillo, rompiendo mis pensamientos.
Giré justo a tiempo para verla llegar de la mano con Ryan. Sus dedos entrelazados. Sonrisas que no podían esconder. Y… sí, labios un poco más rojos de lo habitual.
—¿Otra vez? —bromeé, alzando una ceja.
—¡Ay, cállate! —rió ella, escondiendo el rostro en el hombro de Ryan. Él solo la miraba como si fuera la única persona en el mundo. Era imposible no derretirse un poco.
—No puedo con ustedes. Llevan saliendo ¿qué?, ¿una semana? ¿Y ya parecen esposos?
—No es culpa mía que esté tan guapo —replicó Maribel, apretando más su mano—. Además… él también es cursi, ¿verdad que sí?
Ryan asintió con una sonrisa tierna, y sin importar quién pasara o quién los mirara, le dio un beso suave en la frente.
—Ay no —resoplé, riendo—. Voy a vomitar arcoíris.
Pero la verdad, me encantaba verlos así. Maribel se lo merecía. Siempre fue un rayo de sol para todos. Y Ryan… había resultado ser mucho más que el chico popular del curso. Era atento, dulce y no dejaba de mirarla como si ella fuera su canción favorita.
Y yo… bueno, yo seguía intentando descifrar a Dylan.
Lo vi más tarde ese día, en la biblioteca. Estaba sentado con los auriculares puestos, dibujando en su cuaderno. Lo hacía cuando quería pensar. Me acerqué en silencio y me senté frente a él. Levantó la vista y me dedicó una media sonrisa que me hizo sentir calor hasta en las mejillas.
—Hola, Angel.
Ese apodo.
Tragué saliva.
—Hola, Dylan. ¿Qué dibujas?
Me giró el cuaderno. Era una silueta femenina entre hojas y viento. No tenía rostro, pero el cabello era rizado… como el mío. Bajé la vista.
—¿Soy yo?
No dijo nada. Solo cerró el cuaderno lentamente.
—¿Te gusta que lo sea?
Mi corazón se detuvo un instante.
—No respondas con otra pregunta —susurré—. Solo… dime lo que piensas. Lo que sentiste en la glorieta.
Dylan tragó saliva. Sus ojos se volvieron serios. Oscuros.
—Sentí que eras mía. Por un segundo. Solo mía.
Mi garganta se cerró. Sentí los ojos húmedos, pero no quería parpadear. No quería romper ese instante.
—¿Y por qué no me besaste?
Dylan bajó la mirada, jugando con el anillo en su dedo.
—Porque si lo hacía… no iba a poder parar. Y aún no estoy listo para perderte si esto sale mal.
Cerré los ojos. Quise gritarle que ya lo estaba perdiendo al no intentarlo. Pero en vez de eso, le extendí la mano.
—Entonces no me beses. Pero no me sueltes.
Él la tomó, con fuerza, como si le diera miedo que me fuera a desvanecer. Y en ese contacto, sin besos, sin palabras, sin promesas, supe que algo ya nos unía.
Más tarde, estábamos en el patio, los cuatro. Maribel sentada en el regazo de Ryan, robándole papas de su bolsa, y él dándole pequeños besos detrás de la oreja que la hacían reír bajito. Eran adorables. Cursis. Felices.
Dylan y yo solo los mirábamos.
—Si no fueran tan lindos, darían asco —murmuró él, divertido.
—¿Estás celoso?
—No —negó—. Solo… me pregunto cómo sería que tú me mires así.
—¿Así cómo?
—Como si yo fuera tu lugar seguro.
Mi pecho se apretó.
—Dylan…
Pero antes de que pudiera terminar, él me acarició el cabello, muy suave, como si esa acción pudiera decir todo lo que su voz no encontraba.
—No me mires así, Angel. Que si me enamoro más… voy a dejar de pensar.
—Quizá ya es hora de dejar de pensar.
Y por un momento, solo un momento, sentí que iba a besarme de nuevo.
Pero Ryan interrumpió:
—¿Nos vamos al ensayo? ¡La obra necesita a sus protagonistas!
Todos nos pusimos de pie. Dylan me miró con esa sonrisa suya, ladeada y misteriosa.
—La próxima vez que estemos solos, no te vas a salvar.
—¿De qué?
—De mí —susurró.
Y lo peor, o lo mejor… es que no quería hacerlo.