El sol caía lento esa tarde, tiñendo el cielo de un naranja profundo, como si el universo quisiera pintarse para una escena inolvidable. Todo estaba en calma. Incluso el viento parecía querer quedarse quieto.
Maribel me había convencido de quedarnos un rato más después del ensayo. Ryan la abrazaba por la cintura mientras ella reía por cualquier cosa que él decía. Se besaban como si no hubiera gente, como si solo existiera ese pequeño rincón del mundo.
Y entonces, lo sentí.
—¿Puedo hablar contigo un segundo?
La voz de Dylan detrás de mí hizo que todo lo demás se apagara.
Asentí, sin decir palabra. Caminamos en silencio hasta los jardines traseros del colegio. Ahí donde los faroles no llegaban aún, y los árboles susurraban secretos con cada hoja que el viento acariciaba.
Nos detuvimos bajo un sauce.
—¿Recuerdas lo que dijiste en la biblioteca? —preguntó, sin mirarme aún.
—¿Lo de no besarme?
—Lo de no soltar tu mano.
Me giré para mirarlo. Tenía el ceño levemente fruncido, como si estuviera peleando contra algo dentro de sí. Como si el miedo aún lo sujetara.
—No la he soltado, ¿cierto?
—No —susurré—. Aunque a veces siento que temes aferrarte.
Entonces, Dylan dio un paso al frente. Uno solo. Suficiente para acortar la distancia, para que nuestros cuerpos casi se rozaran.
—Ya no quiero tener miedo, Angel. No de ti.
Su mano subió lentamente hasta rozar mi mejilla. Su tacto era cálido, firme y tembloroso al mismo tiempo. Yo apenas podía respirar.
—He estado huyendo de esto —dijo, casi en un susurro—. Fingiendo que no me importas más de lo que debería, escondiéndome detrás de frases sarcásticas y miradas que no sé disimular.
—Y ahora…
—Ahora solo quiero besarte. Por fin. Sin detenerme. Sin excusas. ¿Puedo?
La pregunta flotó en el aire, frágil como cristal.
Asentí. Apenas un movimiento.
Y Dylan me besó.
No fue un beso como en las películas. Fue mejor.
Fue suave al principio, como una duda, como un descubrimiento. Sus labios se movieron contra los míos con una dulzura que jamás imaginé en él. Su mano en mi rostro, su otra en mi cintura. Todo él temblaba un poco. Como yo.
Después, el beso se hizo más profundo. Más urgente. Como si todo lo que no habíamos dicho se derramara en ese instante. Como si nuestros corazones se hablaran en otro idioma que solo ellos entendían.
Nos separamos con la respiración agitada, y él apoyó su frente contra la mía.
—Angel… no hay vuelta atrás, ¿sabes?
—Lo sé —susurré—. Y no quiero volver a ningún lugar donde tú no estés.
Dylan sonrió. Una de esas sonrisas raras, sinceras. Se veía feliz. Se veía libre.
—Te ves hermosa cuando me hablas así —dijo—. Como si me besaras con las palabras.
—Tonto —reí.
—Tu tonto —respondió, y volvió a besarme, esta vez con calma, con cariño, como si el tiempo ya no importara.
Volvimos donde estaban Ryan y Maribel. Ellos también parecían haber tenido su propio universo aparte. Ella estaba sentada sobre su regazo, recargada en su pecho, y él le acariciaba el cabello con la yema de los dedos. Cuando nos vieron llegar, Maribel se enderezó con una sonrisita sospechosa.
—¿Y ustedes? —preguntó, con voz cantarina.
Dylan me miró y tomó mi mano.
—Finalmente —dijo Maribel—. ¡Estaba por encerrarlos en una habitación!
—Yo también —agregó Ryan—. Dylan me tenía harto con sus negaciones.
—¡Hey! —protestó Dylan.
—¡Ya no importa! —grité entre risas, levantando nuestras manos entrelazadas—. ¡Ya está! ¡Pasó!
Maribel chilló y me abrazó.
—¡Ya quiero cita doble! ¡Cine, parque, comida, lo que sea!
—¿Nosotras con ellos o solo tú y yo? —bromeé.
—¡Ambas!
Ryan solo la besó otra vez. Esta vez en la nariz.
Y así, entre bromas, besos robados y miradas que decían más de lo que las palabras podían, supe que algo nuevo había comenzado. Algo que no solo dolía bonito… sino que también prometía quedarse.