El sol caía suave entre las ramas del jardín. Había pétalos por todos lados, risas flotando como mariposas y una melodía instrumental de fondo que parecía salida de un cuento de hadas.
Maribel estaba preciosa.
Su vestido blanco danzaba con la brisa, delicado como ella, mientras Ryan la miraba como si el universo acabara de formarse frente a sus ojos. Nunca lo había visto tan nervioso… ni tan feliz.
Yo sostenía a Gael en brazos. Dormía plácidamente, envuelto en una mantita celeste con bordados de estrellas. Tenía apenas cinco semanas de nacido, pero ya había revolucionado mi mundo por completo.
Era tan pequeñito, tan frágil…
Con su cabecita de rizos oscuros y esos ojos marrones que cada vez que me miraban, me hacían olvidar lo difícil que a veces era todo.
Dylan apareció a mi lado. Tenía la corbata mal puesta y un pañal asomando del bolsillo de su saco. Le sonreí.
—¿Lo ves? Ya somos ese tipo de pareja —le susurré, divertida.
—¿Qué tipo?
—La que cambia pañales a medianoche y llora de emoción en bodas ajenas.
Él rió bajito y me besó la mejilla.
—¿Sabes? Nunca imaginé que la felicidad se pareciera tanto a esto… a verte así, con nuestro hijo en brazos, y una flor en el cabello.
—¿Una flor? —toqué mi pelo, y efectivamente, había una margarita detrás de mi oreja.
—Maribel la puso cuando no mirabas —dijo Dylan, con una sonrisa torcida—. Dijo que te hacía ver “más novia que la novia”.
Me sonrojé.
Cuando Maribel y Ryan se dieron el sí, Gael se movió un poquito y abrió los ojitos.
Me miró.
Y luego miró a Dylan, que le acarició la manito con ternura.
—Nuestro pequeño testigo —dijo él con orgullo.
Y en ese instante lo supe con certeza.
No necesitaba un castillo, ni magia, ni promesas imposibles.
Ya tenía lo más importante:
Un amor real, un hogar en sus brazos, y la risa de nuestro hijo flotando entre las flores.
Maribel y Ryan sellaron su promesa con un beso, y todos aplaudimos. Ella lloraba. Él también.
Y yo... bueno, yo lloraba en silencio. Porque cuando el amor es de verdad, no se grita: se susurra, se vive, se abraza.
Esa noche, mientras bailábamos bajo las luces cálidas, Dylan me susurró al oído:
—¿Quieres que tengamos otro Gael algún día?
—Tal vez una Gaela —reí.
Él me miró como la primera vez.
Como si todo volviera a empezar.
Y entonces me susurró:
—Por ti… haría mil campos de diente de león florecer.