Relato corto
Hola, 👋soy Isabel y este es mi sueño
La negrura me engulle. Mis pasos resuenan en un vacío insondable, mientras avanzo a ciegas y a solas, huérfana de cualquier dirección. El nebuloso manto de la oscuridad lo cubre todo, un negro profundo que anula el mundo más allá de mi tacto. No existe el tiempo; he perdido la cuenta de los días y la memoria de mi ubicación. Curiosamente, la fatiga y el temor me son ajenos, pero persisto, una sombra errante en busca de un destino que se me antoja invisible.
En la lejanía, un resplandor níveo rasgaba la penumbra, una luminiscencia cautivadora a la que mi espíritu fue atraído con una lentitud casi ceremonial. El avance, paso a paso, era una rendición progresiva a su influjo silencioso.
Alcanzar aquel umbral fue toparme con una concurrencia inmensa, una hilera estática que desembocaba en el inicio de una escalera. Era una obra de arte pétrea: escalones de mármol blanco inmaculado, tallados con una pulcritud que desafiaba el tiempo.
La ascensión se sentía interminable; peldaño tras peldaño, la mirada se mantenía fija en el pináculo. Y allí, coronando la cumbre, la visión se redujo a la inmensidad: solo los pies descomunales de un ser colosal, de cuyo cuerpo solo la punta de los dedos eran perceptibles, como si el resto de su grandeza se perdiera en el mismo éter.
Me situé dócilmente en la zaga de aquella procesión silenciosa, un río humano que fluía inexorable hacia el mismo destino. Cada paso me acercaba al último peldaño, donde el mundo visible parecía desvanecerse.
Los caminantes, uno tras otro, alcanzaban ese umbral final; y allí, justo al pisar el último escalón, se disolvían sin un suspiro, absorbidos por la inmensidad impávida de la negrura que aguardaba.
Observaba la metamorfosis, el tránsito de la forma a la nada, la meticulosa desaparición de cada silueta. Pero en lugar de terror, una calma extraña me anidaba en el pecho.
No era la resignación, sino una curiosidad desnuda lo que impulsaba mi marcha hacia ese punto muerto, ese abismo donde la luz moría y el destino se consumaba.
Simplemente caminaba, atraído por el silencio del misterio que engullía a mis predecesores.
Me puse al final de la fila de personas que caminaban en la misma dirección.
El avance continuaba. Justo delante de mí se desplegaba un grupo de 4 hermanitas, con siluetas uniformes vestidas con el severo color del hábito, ese pardo austero que parecía absorber la poca luz.
Eran una marea lenta y consagrada.
En sus manos, crispadas por la tensión o la plegaria, llevaban los escapularios, pequeños pendones de fe que parecían diminutas anclas en la inmensidad.
Sus labios se movían en un murmullo incesante de oraciones, cada rezo una súplica que intentaba negociar con el silencio.
Ellas también ascendían los escalones que conducían a la negrura, pero a diferencia de mi impasibilidad, en sus movimientos rígidos y en la tensión de sus espaldas observé el fervor tembloroso.
En ellas, la fe no lograba sofocar el pavor: el miedo era un velo visible que se cernía sobre sus cabezas, una sombra más densa que la de sus propios hábitos, a pesar de que la promesa de sus vidas las había preparado para este umbral.
La procesión se estiraba, y justo antes de las hemanitas atemorizadas, marchaba la figura solitaria de un sacerdote.
Su presencia se destacaba por la bata de un color café grave y, sobre su cabeza, el gorro rojo que servía de única nota vibrante en el gris del ambiente.
Caminaba con una imperturbable seguridad, su porte firme, como si conociera y aceptara su destino sin pestañear. Él era la certeza en medio de la duda.
Alcanzó el escalón final, ese punto de no retorno donde todos se disolvían. Pero esta vez, el silencio se quebró. De la penumbra que engullía a los otros, brotó una voz, áspera y desprovista de toda compasión, que resonó con severidad.
Y al posarse esa voz sobre la figura del sacerdote, al reconocerlo, su dureza se acentuó de forma estremecedora, transformándose en un tono de juicio implacable.
El hombre de fe, hasta entonces impávido, se detuvo, envuelto por el sonido de una sentencia que solo él, al borde del abismo, podía escuchar con claridad.
El sacerdote se detuvo en el filo, su sombra proyectándose en el vacío. La voz de la oscuridad, seca y sin resonancia, lo confrontó directamente, cortando el aire como un látigo invisible:
—"¿Vienes a este umbral confiando en los rituales, o en la verdad que olvidaste proclamar?"
La pregunta no era una bienvenida, sino una acusación. La dureza en el tono se acentuó:
—"El traje y el gorro no son un escudo. Has guiado a otros hacia aquí con fe de boca, mas tu corazón, ¿dónde ha residido?
¡Pasa, y responde a la luz que temiste mirar!"
Las hermanitas paralizadas por el eco de la voz justiciera, temblaron con un fervor renovado y aumentaron sus plegarias aferrándose a sus escapularios como si de eso dependiera su juicio.
- Has predicado la paz y el amor, ¿pero qué sombra se oculta detrás de cada sermón? ¿Qué existe, dime, detrás de la palabra que ofreces a los hombres?"
- El silencio del sacerdote es su única respuesta, mientras el peso de la acusación lo doblega.
Maldad! ¡Abuso! ¡Eso es lo que escondías!
- ¿Acaso creíste que el sufrimiento de las criaturas inocentes que te fueron confiadas no dejaría rastro?
¡Tu clero ha sido un nido de maltrato!"
No habrá indulgencia. Por más que implores, tu penitencia será estéril.
- ¡El acto aborrecido de obligar a callar la vida, de forzar el aborto de bebés inocentes, te condena!"
"Esa culpa te ata ahora a este abismo con cadenas de dolor. ¡Tu pena no conocerá fin!"
Tras la sentencia, el sacerdote se encogió, el porte firme se desmoronó por un instante, y fue absorbido con la misma rapidez que los demás, pero con una resonancia de angustia que los otros no habían dejado atrás.
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Editado: 31.10.2025