Enya: En busca del destino | Serie: Destino Sobrenatural.

Capítulo 1.

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El destino, con su mano invisible y cruel, tejía para mí un lienzo muy distinto. Si hubiera vislumbrado la tormenta que se avecinaba, el peso de cada golpe, el eco de cada cicatriz... créanme, lo habría pensado dos veces. Habría mandado muy lejos a todos desde hace tiempo, en lugar de pasarme dos décadas aguantando para que me aceptaran. En vez de vivir, sobreviví. Y gracias a quienes participaron en mi "creación" y me trajeron a este mundo, esa vida de mierda que me ofrecieron fue mi campo de entrenamiento. El carácter altivo que tuve que forjar... terminó por servirme.

Desde niña, solo quería ver a mi madre feliz. Que no tuviera preocupaciones. Que se sintiera orgullosa. Que me mirara como miraba a mis hermanas. A veces me pregunto: si no me querías... ¿para qué me tuviste?

Tengo cuatro hermanas mayores, hijas del primer compromiso de mi madre. Cuando tenía ocho años, dos de ellas vinieron a vivir con nosotras. Mi madre estaba feliz: sus hijas habían vuelto. Pero, así como vinieron las hijas, también llegó la necesidad de aceptar que había una nueva hermana, una que no era hija de su padre.

Por mi parte no hubo rechazo. Por la de ellas, tristemente sí. Ahí, en ese instante, mi burbuja de fantasía y unicornios no solo se rompió; estalló en mil fragmentos afilados, dejando al descubierto la cruda realidad. Fue entonces, bajo esa lluvia de cristal, cuando comencé a tejer mi camuflaje, puntada a puntada, para ocultar la herida abierta.

Intenté encajar en su relación, conocerlas, pero nunca fue fácil. Hicieron amigos en el pueblo y, como yo era una niña, me mandaban a acompañarlas.

Pero como buena 'cenicienta', siempre fui una sombra en su luz, una figura borrosa en el fondo de sus risas. Jamás fui parte de su círculo; sus miradas, sus susurros, me recordaban que no era su hermana. Era su 'media' hermana. Solo eso. Ahora, con la distancia de los años, suena a una trivialidad, pero a esa edad... cada palabra era un aguijón, cada exclusión un latigazo en el alma infantil. Me hacía sentir mal, más aún cuando mi madre afirmaba que todas éramos hijas suyas, que el lazo era igual. Ni más ni menos. Aunque con el tiempo, ella también lo olvidó.

Con los años, mis días de felicidad se acortaron. Mi madre trabajaba hasta pasado el mediodía, y mi padre desde temprano hasta las diez u once de la noche. Prácticamente, solo lo veía los fines de semana. Y no, no era para compartir en familia. Así como trabajaba duro, se emborrachaba con igual intensidad los fines de semana. Lo veía, sí. Pero siempre ebrio. Ni contar con él se podía. Durante un tiempo, quise acercarme a él. Anhelaba esa relación padre-hija que veía en las películas y libros. Pero no sucedía. Solo me usaba para escapar de casa y divertirse lejos de la vista de mi madre. Esos días fuera del pueblo no solo eran su escape. También eran el mío. «La forma en que crecí me hizo anhelar con desesperación la libertad y la independencia».

Pero, en ese entonces, cada salida era un respiro robado, una huida de la sombra que se cernía sobre mí. Era la única forma de escapar de las palizas, de esa brutalidad que dejaba marcas no solo en mi piel, sino en el eco de mis noches traumadas y de penas silenciadas.

"El miedo y la tortura despertaron en mí una sed irrefrenable de libertad, y el hambre por enfrentar al destino."

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