Enya: En busca del destino | Serie: Destino Sobrenatural.

Capítulo 3.

***

"A veces el corte más cruel no deja rastro en la piel, se anida en la profundidad del alma, un tormento hermosamente mío"

Los días pasaban con la lentitud de una tortura silenciosa. Había aprendido a no esperar. A no ilusionarme. Y, sin embargo, en el rincón más obstinado de mi ser, una chispa, un eco, seguía soñando con un 'algo más'. Lizzie lo sabía. Ella aparecía en los momentos en que más lo necesitaba, un faro en la oscuridad más densa, siempre en el instante preciso en que mi espíritu clamaba auxilio. Era como si su esencia vibrara en perfecta sintonía con cada fibra de mi alma, un espejo de mi propio anhelo, sí, es lo que ella era.

—¿Otra vez soñando despierta? —su voz, un susurro familiar, mientras cruzaba los brazos y ladeaba la cabeza—. ¿No te cansas de imaginar finales felices?

—Si no los imagino... ¿qué me queda? —le respondía yo, con media sonrisa rota.

Lizzie era distinta a todo. Me cuestionaba sin juzgarme. Me escuchaba sin interrumpirme. Me entendía, incluso cuando yo no me entendía a mí misma. Con ella no fingía. Con ella era simplemente yo.

"Los que no tienen una hermana, no saben lo que se siente tener un alma espejada en otra piel."

Aunque nadie más la veía... para mí era tan real como la tristeza que me habitaba. Y quizás, en la cruel lógica de la supervivencia, Lizzie era eso que mi corazón inventó para no rendirse. Pero, aun así, su voz me mantenía firme.

Una noche, mientras lloraba en silencio bajo las sábanas, la escuché susurrar: —Todo esto pasará, Ash. No toda la vida serás invisible.

Y por primera vez, quise creerlo.

"El dolor no me ha abandonado... es mi piel quien se unió con su sombra, un lento abrazo que me funde en su melodía".

La casa comenzaba a sentirse más como una estructura de concreto que como un hogar. Era un refugio de sueños rotos. Cada rincón tenía un eco distinto, una memoria amarga, un susurro que no quería recordar. Me aferraba a la rutina, como si cumplir con mis tareas me hiciera invisible. Lo hacía todo bien. Sin fallar. Sin protestar.

Pero lo que no sabían era que cada acción perfecta que ejecutaba escondía una grieta más en mi interior. Me había convertido en una sombra, tan eficiente como ausente.

Mi madre hablaba cada vez menos conmigo. Mis hermanas seguían su vida, su mundo. Yo era un mueble, una presencia funcional. Servía, pero no importaba. Y si importaba, solo era para clavarme la culpa de algo. No sabía qué me dolía más: ser ignorada o que me recordaran solo para usarme.

"El silencio de ciertas ausencias desgarra el alma en un alarido mudo, y su sombra, eterna y fría, es un manto que me abriga en la soledad".

A veces, cuando la casa estaba vacía, entraba a escondidas a la habitación de mi madre. Me acostaba en su cama y fingía que era otra niña, en otra familia. Me imaginaba que mi madre llegaba, me arropaba y me abrazaba. Me decía que estaba orgullosa de mí. Que me amaba. Aunque nunca pasó. Pero por unos minutos, yo creía que sí.

Lizzie solía decir que estaba loca por hacer eso, pero lo decía sonriendo. Ella sabía lo que yo sentía. Y no me juzgaba. Solo se sentaba a mi lado, en silencio, o me ponía música suave. Una vez dijo: —No estás sola, aunque a veces lo sientas así. Ella era así. No necesitaba muchas palabras. Sabía exactamente cuándo hablar y cuándo simplemente estar. Entonces, las palabras se abrieron paso. Pequeñas cosas al principio. Pensamientos sueltos. Frases rotas. A veces ni siquiera eran oraciones completas. Solo ideas que salían cuando ya no podía guardarlas.

"Si algún día desaparezco, quiero que queden mis palabras... para que alguien sepa que estuve aquí, aunque nadie lo notara, aunque era solo un fantasma".

Fue Lizzie quien me dijo que escribiera más. Que no era cobardía sacar lo que uno lleva dentro. Que, al contrario, era valentía. —Los que no sienten, no viven —me dijo una tarde mientras veíamos la lluvia caer por la ventana. Y yo sentía. Sentía tanto que dolía.

"Mis palabras fueron el eco mudo de un grito que el mundo no quiso escuchar".

En cada palabra escrita dejaba una parte de mí. Una parte que nadie conocía. Que ni yo misma sabía que existía. El cuaderno donde anotaba se volvió mi refugio. No necesitaba que me entendiera. Solo que me recibiera. Lizzie a veces lo leía, y luego me abrazaba. No decía nada. Porque no hacía falta.

Y aquel vaso donde me ahogaba empezó a agrietarse … y sentí que no estaba completamente sola en el mundo.




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