Enya: En busca del destino | Serie: Destino Sobrenatural.

Capítulo 5.

Después de la última hora de clases, con el peso de un final inminente en cada paso, nos dirigimos a la oficina de nuestro profesor. Él, con esa voz que siempre escondía una calidez casi paternal bajo la capa de la rutina, nos invitó a pasar. Nos sentamos frente a su escritorio, y mis ojos, atraídos por una fuerza invisible, se posaron en las carpetas negras, imponentes, con el logo de la universidad. Algo en el pecho se me contrajo, no por miedo, sino por la certeza helada de que nuestras vidas, con todos sus sueños y cicatrices, se plegaban en esas hojas, sellando un destino ineludible.

—Chicas —comienza, con una sonrisa que intenta ser firme, aunque sus ojos, espejos de una emoción contenida y una melancolía apenas velada, delataban el verdadero sentir

—Estoy realmente emocionado por ustedes. Por el privilegio de haberlas tenido como alumnas, dos almas indomables, y por haber sido, aunque sea un poco, su guía en estos años que ahora se desvanecen como arena entre los dedos.

En esas carpetas encontrarán todo: becas, horarios, mapas, los primeros trazos de lo que será su nuevo mundo. Hace una pausa, su mirada se detiene en cada una de nosotras, como si quisiera grabar nuestro rostro en su memoria. Y entonces su voz cambia, se vuelve más grave, más profunda: —Sé que donde vayan, seguirán siendo las mejores. Un poco locas, sí… —sonríe, y en esa sonrisa hay una chispa de complicidad y orgullo— pero brillantes.

Y como mi último consejo, mi legado en esta institución, solo les digo: No le teman al error, ni a las sombras de lo incierto que danzan en el camino. Porque es justo en esta etapa, en el filo de lo desconocido, donde todo es posible. Donde el alma tiene el derecho sagrado de reinventarse, de despojarse de viejas pieles que ya no le sirven… o de quebrarse en mil fragmentos, para, desde las cenizas, volver a armarse con una fuerza nueva, más brutal y verdadera.

Hace un pequeño carraspeo, como si se aclarara la voz para pronunciar la sentencia final, y añade: —Ya son libres para escapar de este pueblucho, como dicen ustedes. Sonreímos, sí. Pero no era una sonrisa cualquiera, no la de la euforia desmedida por esta gran noticia. Era la sonrisa quebradiza de quien comprende que un ciclo se cierra para siempre, el susurro de un adiós a lo que fue, a lo que no volvería jamás. Estas chicas frente a él salían del nido de la formación. Un adiós que sabía a melancolía y a la promesa incierta de aquello que nos espera mañana.

—Gracias —decimos al unísono, nuestras voces un murmullo cargado de todo lo que no podíamos expresar.

—Profesor… —digo, sintiendo cómo la garganta se me aprieta, como si un nudo invisible me impidiera respirar —, gracias por guiarnos, por estar ahí, cuando nadie más lo estuvo. Este instituto tiene suerte de tenerlo. Usted es… increíble.

—Lo sé, querida. Soy increíble —dice, y hace su clásico gesto de echarse aire imaginario, pero en sus ojos hay una chispa de vulnerabilidad que rara vez mostraba. Sonrío, con los ojos nublados, por esa niebla de gratitud y tristeza contenida.

—Gracias, de verdad —dice Liz, su voz también teñida de una profunda emoción—. Lo vamos a extrañar más de lo que cree.

—Ya váyanse —responde él con esa mezcla de cariño y autoridad que tanto conocíamos. —O sabotearé sus becas —agrega, y suelta una risa leve, pero en ella hay un matiz de despedida que nos cala hondo.

Nos levantamos. Caminamos hacia la puerta. Y justo antes de salir, giro un poco la cabeza… Ahí está él, con la mirada baja sobre su escritorio. Y entonces lo supe, también le duele. Porque en su mundo de reglas y reportes, de números y horarios, hubo dos chicas que lo cambiaron todo, aunque nunca lo diga en voz alta, hubo una huella imborrable.

Cerramos la puerta. Y afuera… el aire pesa diferente, cargaban las promesas de lo incierto, de lo nuevo que nos espera y dejaba los fantasmas que ya no colgarían de nuestra piel. Sin darme cuenta, los ojos se me humedecen. Pero esta vez, no son lágrimas saladas de dolor que tanto conocía. Es otra cosa. Algo más profundo. Más suave. Lágrimas de certeza del nuevo camino que se abría.

—Somos libres —le digo a Liz, mientras seco mi rostro, y en mi voz hay una mezcla de alivio y un dolor esperanzador. —Nos largamos —añado, con una sonrisa quebrada de tantas batallas pasadas que no volverán a repetirse, porque en mi mente se abría paso a un amanecer de rocío que teñía de color la oscuridad que siempre me rodeaba.

—Jodidamente libres —responde ella, con su risa, cristalina y rebelde, llenó el aire en un canto de victoria y despedida.

—Jodidamente libres —repito, y reímos juntas. No sé por qué, pero sentí que, al decirlo, sellábamos un pacto que se grababa en el aire y en nuestras almas. El de no mirar atrás con tristeza… sino con gratitud por este incierto pero prometedor horizonte de nuestras vidas.

“Creíamos en la libertad como un ave que vuela sin retorno, pero es la cicatriz que redefine nuestros pasos, en esta liza vida, áspera y rocosa”.

***




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