Enya: En busca del destino | Serie: Destino Sobrenatural.

Capítulo 6.

Salimos del bachiller rumbo a nuestras casas. Decidimos ir caminando, como si cada paso sobre esa carretera, que nos había acompañado desde el inicio, fuera un ritual. Una última vez. Un último trayecto, cargado de la melancolía de lo que se deja atrás y la esperanza incierta de lo que viene.

—¿Le dirás a tu madre lo de la beca? —pregunta Liz, girando la vista hacia mí, sus ojos, espejos de mi propia ansiedad.

—No. No le diré nada. Me pidió hace un mes que me fuera de la casa. Le rogué que me dejara quedarme hasta terminar. —Un suspiro pesado escapa de mis labios, cargado de años de resentimiento. —Estaba esperando esto… la confirmación de la beca es mi única salida, mi único escape.

—Entiendo—dice Liz, su voz un bálsamo para mi dolor—. Recoge tus cosas y vente a mi casa. Ya hablé con mi padre. Le dije que nos vamos a Escocia a estudiar. Alistémonos estas dos semanas y preparemos todo desde allá.

—¿En serio? —me giro hacia ella, mi corazón latiendo con una esperanza casi dolorosa.

—Sí. Al fin y al cabo, te dieron plazo hasta este mes. Estos últimos días quédate conmigo. Sabes que siempre has sido bienvenida, te lo he dicho mil veces. Mi padre nos acompañará al aeropuerto. Y no hace falta hacer los trabajos complementarios, ya pasamos. Hay que dedicar estos días a investigar la universidad, los lugares… y sobre todo las discotecas. Tenemos dos semanas. No vamos a lanzarnos a la aventura sin mapa.

—Tienes toda la maldita razón. ¡Joder! ¡Somos libres! ¡Soy libreee! —grito, sintiendo que algo dentro de mí por fin se rompe para volar, mi grillete invisible de la cárcel del dolor se hace añicos.

—¡SÍ! ¡Así se habla! —grita Liz, su sonrisa tan radiante que eclipsa el sol, contagiando mi alma desquebrajada.

—Bien. Voy por mis cosas y en unas horas te veo en tu casa. —Sí, dale —me responde, y en su mirada hay una promesa silenciosa de nuevos horizontes que descubriremos.

Al llegar a casa, la puerta me recibía como una boca muda, veo a mi hermana alimentando a su hijo. Solo un asentimiento frío en su dirección. No había palabras que pudieran tejer puentes en ese abismo de indiferencia.

Subo las escaleras rumbo a mi habitación, cada escalón guarda una lagrima de mis años de infancia perdida. Saco la maleta de debajo de la cama y la coloco encima. Giro hacia el armario…y allí está mi madre, como estatua de indiferencia. Parada en el umbral, como una figura imponente de dolor, con su gélida y dura miraba que siempre me brindó.

—Ah, ya veo que te vas. Me preguntaba cuándo iba a suceder eso —su voz, tan plana como el desierto que habitaba mi alma.

—Pues hoy, madre. Hoy me voy —respondo, mi voz un hilo tensado, mientras el armario se abría para despojarme de mis últimas ataduras. No quiero hablar más. No era orgullo lo que me silenciaba, sino el veneno de sus palabras, que aún podían perforar la armadura que tanto me había costado forjar. Aprendí a esconder la herida, a disfrazar el temblor que, a pesar de todo, aún me habitaba como un fantasma persistente.

—Bien. Lo que no te lleves, se botará. Igual que las cosas de tu padre —dice, y se marcha, dejando tras de sí un rastro de frío y desapego que sacude mis huesos.

Mi padre… su viciosa alma se desvaneció hace unos años. La borrachera, esa amante cruel que lo envolvía cada fin de semana, le cobro su deuda final. Estuvo enfermo un tiempo, y una noche simplemente… no despertó. El silencio lo reclamo, un silencio tan vasto como su ausencia. Así, sin más. Como si la vida, hubiera decidido cerrarle los ojos y dejarlo ir en la más absoluta y desoladora de las ausencias.

Mi hermana mayor, un espejo distorsionado de mi madre, vive al otro lado de la casa, con su pareja y sus hijos. La otra hermana aún está aquí, con el suyo. Nunca supimos quién era el padre. Solo un día dijo ‘estoy embarazada’ y todo lo demás fue caos. Y yo… yo simplemente sobrevivía, como un fantasma atrapado en las paredes de esa casa.

Miro mi habitación. Esa que tantas veces fue refugio, pero también jaula de mis lamentos y anhelos. Y comienzo a guardar mis cosas, como si guardara mi vida en cada doblo de ropa. Tres maletas…tres maletas no solo de ropa, sino, de partes de mi alma que empezaran a volar a sueños por cumplirse.

Mi mejor ropa, zapatos, algo de joyería. Una mochila con mi laptop, mi tableta y un par de libros, mis anclas que conservaban mi cordura.

Me recuesto en la cama. Miro el techo. Y de pronto, lo siento todo. El dolor, la tristeza, el alivio, el miedo.

Pero no lloro.

No puedo.

No quiero.

Me niego.

Mi alma, endurecida por años de sequía, se resiste a la liberación. Me levanto y escribo a Lizzie. Porque, aunque mi espíritu se alce con fuerza, no soy de hierro. Y tres maletas pesan más cuando también llevas un pasado entero encima, como una lápida invisible sobre mis hombros.

Conversación por mensaje:

Yo: SOS. Código rojo. Tengo un problema de proporciones épicas, Liz.

Lizzie: ¡¿Qué demonios pasó?! No me digas que tu madre te encadenó al radiador o que te piden que no te vayas... ¡Porque voy y les quemo la casa!




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