Al llegar, la fachada de 'BoomDay' se alzaba imponente, y en la puerta, dos hombres corpulentos, siluetas amenazantes, pedían identificación. Nos acercamos, mostramos nuestros documentos, y sus miradas, frías y escrutadoras, se cruzaron. Luego, al unísono, un susurro: «americanas». Liz y yo pusimos los ojos en blanco, conteniendo una risa muda que era un pacto de rebeldía.
El pasillo hacia adentro era largo, estrecho, con luces cálidas que apenas disipaban la penumbra. Pero al girar a la derecha, todo estalló: luces de neón que desgarraban la oscuridad en explosiones de color, música que retumbaba como un latido primordial que nos arrastraba, cuerpos que se movían al ritmo de una melodía que no entendíamos con la razón, pero sentíamos en cada fibra del alma. Era otro mundo. Uno sin reglas, sin el peso asfixiante del pasado. Solo presente, un presente embriagador que prometía el olvido.
Nos miramos, una sonrisa cómplice se dibujó en nuestros labios, y nos deslizamos entre la multitud, como sombras que buscan su propio ritmo, hasta la barra
Pido vino tinto, mi habitual refugio líquido, un bálsamo oscuro para el alma inquieta. Liz se inclina hacia una cerveza de nombre extraño: BrewDog, su curiosidad intacta. Brindamos sin palabras, nuestros ojos sellando un pacto de libertad.
Celebrar así mi cumpleaños, lejos de todo lo que dolía, era mi forma de nacer de nuevo, de despojarme de la piel vieja y respirar por primera vez. Bailamos, nuestros cuerpos moviéndose con una libertad que nunca antes habíamos conocido. Imitamos a los otros. Flotamos entre luces y colores. Pero la euforia es frágil…demasiado frágil, como si el destino esperara su momento para reclamarnos…
Liz va al baño, y la multitud, de repente, parece más densa, más solitaria. Yo regreso a la barra, el vino tinto aún en mi mano. Me giro, y un chico, con una sonrisa torcida que prometía problemas, me escruta. Asiento, breve, mi paciencia ya al límite.
—¿Quieres bailar? —No, gracias. Espero a alguien.
—Ven, vamos, baila conmigo —dice, su mano, como una garra, intentando tirar de mi brazo.
—No, en serio, no es que sea grosera, pero estoy esperando a una amiga.
—Mi voz es un hilo de advertencia. Pero insiste. Sujeta mi brazo, su apretón es fuerza sin derecho, una invasión que me enciende la sangre. Le pido que pare. No lo hace.
—Oye, en serio, no quiero bailar contigo, ¡deja mi brazo! —Mi voz se alza, un grito ahogado en el estruendo de la música—. ¡Suéltame, imbécil!
—¡Qué te calles, joder, y vengas conmigo! —masculla entre dientes, sus ojos, dos brasas de desprecio—. ¡Si estás aquí, es solo porque esperas una cosa, no te hagas la estúpida! Voy a ser bueno contigo, ahora muévete.
Me insulta.
Me exige.
Me invade.
Mi cara es una máscara de póker, pero por dentro, la rabia hierve. Este imbécil, ¿quién se cree?
—¡No sé qué mierda crees que quiero, solo te diré que me sueltes o lo lamentarás! —grito, la furia desatada en cada sílaba.
—¡Así, que vas a hacer! A nadie le interesa lo que hagas. —Su sonrisa se ensancha, un gesto de burla que me rompe la poca paciencia que me queda. Hasta que mis piernas deciden por mí, movidas por una voluntad antigua y salvaje, y lo pateo.
—Eso haré, imbécil.
El silencio interior estalla, un eco de mi propia violencia, justo cuando Liz regresa, su mirada sorprendida.
—¿Qué pasó? —dice, sus ojos escaneando la escena.
Señalo al imbécil que se retuerce en el suelo, un gusano patético. —Casi arruina mi cumpleaños. —respondo, mi voz aún ronca de rabia.
—¿¡Qué!? —exclama, sorprendida, acercándose al tipo. Ella reacciona con una patada al agresor, una patada que lleva el peso de nuestra complicidad, y una risa feroz, un sonido que me devuelve la calma, el lazo de nuestra hermandad.
Vuelvo a la barra, el sabor metálico de la rabia aún en mi boca. Pido otra copa, y el cristal frío me da una calma efímera, un respiro antes de la siguiente tormenta. Entonces, una voz, profunda como la noche y suave como una caricia prohibida: —Eso fue increíble.
Me giro, mi paciencia agotada, lista para fulminar a quien osara arruinar más mi noche. Volteo en su dirección, y el mundo parece ralentizarse. Rubia melena, un halo dorado en la penumbra del club, ojos miel, profundos como abismos antiguos, piel nívea, casi translúcida bajo las luces de neón. Alto. Muy alto. Su voz, como terciopelo y ceniza, una melodía que me estremece el alma y me eriza la piel. Mi mente, traidora como siempre y loca literaria, lo eleva, lo protagoniza en cada lectura que alimenta mi alma.
—¿Disculpa? —respondo, mi voz apenas un murmullo.
—Te disculpo, aunque no sé de qué. Pero lo que hiciste, tú y tu amiga hace un momento, fue increíble. —dice, asentando su cabeza en modo de saludo, un gesto que parece más antiguo de lo que su juventud aparenta.
Mi amiga, Lizzie, le sonríe, y me da esa mirada, esa que solo ella sabe dar, de 'sigue hablando con él, idiota, no lo arruines', y se gira con la vista en otra dirección, dejándome a solas con el misterio.
—¿Viste lo que pasó? —Mi voz es un hilo de curiosidad.
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Editado: 06.09.2025