LUCÍAN IVANOV ARRAN
He llegado a casa de Enya con pizza de pepperoni. Me recibe con un abrazo que devuelvo, aunque un latido ancestral en mi pecho clama por retroceder. Si me lo hubiesen dicho hace cien años, incluso hace quinientos, habría soltado una carcajada de desprecio. Abrazar a una humana… Yo, un purasangre. Hijo de los originales. Un eco de un linaje que la mezcolanza moderna ya casi ha borrado. Mi sangre está casi seca, pero aún se aferra a la nobleza de lo ancestral. No me mezclo. No pertenezco. No me lo permito.
Y, sin embargo… ella.
Desde aquella noche, su presencia me resulta inquietantemente familiar. No por el aroma, aunque es un néctar prohibido para mí, ni por su sangre, aunque es una tentación que me roe por dentro. Es algo más profundo. Algo que rozó la memoria de mi alma mucho antes que mi carne. Cuando giró hacia mí, mi mundo se detuvo.
Era Agatha.
Su rostro, su voz, sus ojos cargados de una ternura que coexistía con una chispa de rebeldía. Su cabello, tan corto que en otros siglos le habría costado la vida en la hoguera, era ahora un estandarte de libertad. Ella era la inocencia que había sobrevivido a la tormenta. «La elegida», susurró mi oscuridad. Y por primera vez en mi existencia, no tuve fuerzas para discutirle.
Su alma no fue condenada. Fue devuelta. Le ofrecieron una segunda vida. Y en ese gesto—tan cruel como divino—sentí que a mí también me concedían una nueva oportunidad. Esta vez, para hacer lo correcto. Para protegerla. Para no volver a fallarle.
Por eso, cuando me ofreció su amistad, no dudé. La acepté, pero también le hice una promesa: un deseo, sellado con palabras que, en mi especie, son más que palabras, son ley. Un juramento es un ancla para los malditos. Y ahora, ella está ligada a mí… lo suficiente. Lo necesario. Al menos eso es lo que me repito.
Estoy cambiando canales en la televisión, fingiendo una calma que no existe, cuando lo siento.
Sangre.
Su sangre.
El aroma se apoderó del aire, una cuchilla caliente que va directa a mi garganta. Mi cuerpo se tensa. Mi oscuridad se agita como una bestia encadenada que despierta. Ruge. Exige.
Camino hacia la cocina, pero ya no soy del todo yo. Cada paso es un eco retumbante, como si estuviera descendiendo a un abismo. Ella está de espaldas, bajo el grifo. Su mano sangra. El pulso de su miedo. Su perfume dulce y fresco. Todo me llama. Todo me provoca.
Mi oscuridad asciende desde mis pies, extendiéndose como raíces envenenadas. No puedo detenerla. Ya no veo la habitación, solo a ella. Solo a Agatha. Sangrando. A mi alcance.
Mis ojos se tiñen de un negro voraz. Ella lo nota. Noto su temblor. Me llama por mi nombre. No me muevo. Si lo hago… la devoro.
«Solo un poco. Solo una probada», sisea mi oscuridad. «Es tuya. Siempre fue tuya.»
Me quedo petrificado. Estoy en una guerra. Una batalla que me desgarra por dentro.
Sin darme cuenta, ya estoy frente a ella. Puedo oír el tamborileo desbocado de su corazón. Siento el terror en sus pupilas dilatadas… pero no grita. No huye. Su quietud me desconcierta más que cualquier otra cosa. ¿Por qué no huye?
«No ha cambiado.» Mi oscuridad ríe, triunfante.
Entonces ella levanta el rostro y me mira a los ojos. Hay miedo, sí, pero también una especie de resignación. Como si ya se hubiera habituado al terror.
—Lo siento… no te haré daño. Te haré olvidar —le digo, apenas controlando la furia que me consume.
—¡No! No lo hagas. Si no me harás daño, entonces… no lo hagas —responde. Su voz no tiembla. No se quiebra.
Mi oscuridad se estremece, pero se repliega. «Justo lo que queríamos», se burla.
Retrocedo. Y en ese gesto, comprendo que algo fundamental ha cambiado entre nosotros.
—¿Cómo? Tú… —pregunta en un susurro, señalando mis ojos—. ¿Desde cuándo eres así?
—Desde hace más de mil años.
Ella solo dice “ah”, como si fuera la cosa más normal del mundo, mientras se muerde los labios y vuelve a mirar su herida.
—Puedo ayudarte con eso —le ofrezco, señalando con la cabeza.
—¿Cómo?
—Con mi sangre.
—¿Cómo tu sangre puede ayudarme?
—Soy un purasangre. Mi sangre sana.
—¿Un purasangre?
—Un vampiro nacido de los originales.
—¿Y hay más como tú?
—Hay muchos tipos… pero ninguno como yo. Soy de la primera generación.
—Entiendo —dice. Y me llama por mi nombre. Ivanov Arran.
Esa simple acción me reconforta. Me llena de una paz extraña. No me teme. Eso me asusta más que si lo hiciera.
—¿Y cómo me curas?
—Puedo morderte. O puedes beber mi sangre. Ambas formas funcionan.
—¿No me convertiré?
—No. Para eso, tendrías que estar muriendo. Y, aun así, tener que aceptar.
—Entonces… quiero que me muerdas.
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Editado: 22.08.2025