"El arcoíris de mi vida se reflejaba en terreno sombrío, mientras yo brincaba absorta en una falsa felicidad."
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A Liz le había contado sobre Ivanov. No todo, pero lo esencial. Su naturaleza, su historia, el legado de su especie… y algo sobre los hombres lobo. La verdad, al igual que una piedra arrojada a un estanque en calma, rompió la superficie de nuestra amistad. Ella se quedó con los ojos tan abiertos que parecían lunas menguantes, y la negación se instaló en sus facciones, tan densa que podía cortarla. Tuve que llamar a Ivanov. Él llegó, su figura elegante llenó el pequeño apartamento. Y entonces, a mi petición, la verdad salió a la luz. No con palabras, sino con un chasquido seco. Sus labios se retiraron para revelar dos colmillos de marfil, afilados como dagas. Un gesto breve, pero suficiente. El terror en los ojos de Liz fue real y crudo, un grito atrapado en su garganta. Fue un acto cruel de mi parte, lo sé. Pero si algún día Liz se cortaba como yo, si la sangre salía sin aviso y Lucían estaba cerca con su hambre oscura, entonces ella tenía que saber. Tenía que entender que ya no vivíamos en un mundo donde solo los humanos caminaban la tierra.
Después de eso, pasó semanas, tal vez un mes, sumergida en la red, investigando sobre los hijos de la luna. Yo no tenía fe en que encontrara algo verdadero; el internet está plagado de ficción barata, mitos edulcorados, películas sin alma. Pero a ella le bastaba. El misterio era suficiente. Las preguntas que nunca respondía del todo, también. Parecía fascinada con la idea de que existieran seres formados por la diosa lunar, como si el universo tuviera poetas celestiales dibujando destinos sobre la piel de los hombres bestia.
Le hablé también sobre el lazo de sangre que formé con Lucían. Sobre cómo acepté ser su hermana, con un mordisco que parecía rito, promesa, cicatriz y salvación. Ella me miró como si yo hubiera perdido la razón. Y tal vez lo hice. Porque ¿quién en su sano juicio acepta colmillos en la garganta solo por un anhelo de pertenecer? Pero lo hice. Porque lo necesitaba. Hay heridas que no se ven, pero arden, y la mía era un eco constante de no tener familia, de ser un nombre sin raíces. Ese eco me empujó a ese pacto, a dejar que el dolor de los colmillos de Lucían sanara el ardor silencioso en mi pecho. Liz no lo entendió, pero no me juzgó. Y eso, en ese momento, fue suficiente.
Pensé que todo eso cambiaría nuestras vidas… pero no. La rutina siguió su curso. Ivanov siguió siendo Ivanov: elegante, sombrío, burlón. Era como si el mundo sobrenatural nos rodeara, pero no nos tragara del todo. Hasta que un día dijo que debía irse. Asuntos vampíricos, dijo con ese aire suyo de siglos acumulados. Estaría fuera varios meses. Su despedida fue tranquila, pero dejó un vacío. Había sido la primera presencia constante que tuvimos al llegar a este país extraño. Nos ayudó a no perdernos, a no desintegrarnos. Nos ayudó a construir algo parecido a un hogar. Y ahora se iba. El silencio de su ausencia fue el sonido más ruidoso que escuchamos en semanas.
El día que partió, me obsequió un collar. Uno muy peculiar. Su centro era un frasquito que no parecía frasquito, oculto entre metales antiguos y símbolos. Dentro, me dijo, estaba su sangre. Un símbolo vampírico de afecto, de unión. Un recordatorio de que alguien, en algún rincón de la oscuridad, me consideraba importante. Desde entonces, no me lo quito. Es más que un accesorio. Es un talismán. Siento el peso de su sangre latiendo contra mi piel, un calor extraño que me ancla a lo imposible. Es mi vínculo con lo que no debería existir, pero existe.
Y en cada paso que doy, siento que camino un poco más lejos del mundo que conocía… y un poco más cerca del que siempre imaginé.
“Aún camino en la oscuridad que había dejado, tras la sombra de elegancia y frío, una presencia que se negaba a marchar y aceptar el cruel destino, encadenándome en sus juegos malditos”
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Editado: 22.08.2025