Era pagarte, no Amarte

3

Avancé con paso firme y me detuve frente a ella. Algo en su postura me resultaba familiar; era como si la hubiera visto antes. Aunque si la hubiera visto tiempo atrás, no podría reconocerla debido a mi visión borrosa por no usar lentes o lentes de contacto, los cuales me resultaban incómodos y molestos. Aun así, sentí que su rostro me resultaba vagamente conocido, no de las galas o licitaciones a las que asistía, sino de algún otro lugar que no lograba recordar con claridad alguna.

—Hola, Judith —me saludó, levantándose y sacándome de mis pensamientos.

—Hola —mi voz sonó más seria de lo que había querido.

—Sheldon, déjanos, por favor —pidió.
—Sí, jefa —asintió, marchándose.

—Bien, ¿quieres sentarte? —me ofreció, señalando el sofá.
—Sí, gracias —respondí, como un robot.

—Sheldon me había comentado que tenías algo importante que decirme — Se sentó en el sofá contiguo y, mirándome con atención, preguntó:

—¿Qué es tan importante que no puede esperar?

Me quedé viéndola por unos segundos. Se notaban unas enormes ojeras, estaba un poco pálida y se veía terrible.

—¿Te sientes bien? —pregunté, algo preocupada al ver su estado.

Su rostro mostró un instante de confusión, pero luego sonrió suavemente y respondió:

—Estoy un poco resfriada, pero estoy mejorando —dijo—. Pero no te preocupes, te pondré toda mi atención. Además, lamento no haberte recibido ayer y que hayas tenido que venir hasta aquí —se disculpó, apenada.

Sin más preámbulos, y recordando lo que me dijo ayer Sheldon, lancé la pregunta que desde ayer había querido desesperadamente hacerle:

—¿Por qué pediste que me casara contigo si ni siquiera te gusto? —mi voz sonó seria, sin titubear.

Ella se quedó sorprendida por la pregunta, pero su rostro volvió a tornarse serio al instante.

—Creí que querías decirme algo importante... —comenzó—, pero contestando a tu pregunta, puedo decirte que yo no lo elegí. Yo no elegí casarme contigo. No quise que rompieras tu compromiso, no quise que sufrieras por casarte conmigo. Y no, Judith, yo no te elegí —me confesó.

—Entonces, ¿por qué... por qué tuvimos que casarnos? —pregunté, confundida.

—Te lo contaré todo, al menos que no tengas tiempo de escucharme... —dijo.
—Sí lo tengo —la interrumpí, frunciendo el ceño.

Ella sonrió ante mi afirmativa y comenzó su relato. Me contó cómo su abuelo, de la nada, le pidió específicamente que se casara conmigo; de cómo ayudó a mi familia a salvar nuestra empresa; de cómo mis padres la pusieron entre la espada y la pared, exigiéndole que les devolviera la empresa o iban a contarles a todos lo de su "problema". Por eso ella no tuvo otra alternativa que pedirles el "favor" o más bien exigirles que yo me case con ella, por haber salvado nuestra empresa. En ese momento comprendí que todo este desastre era culpa de su abuelo. A esto ella solo añadió, con un hilo de frustración:

—Realmente no sé por qué se encaprichó contigo mi abuelo.

Todo esto era desesperante. Ahora entendía muchas cosas sobre su obstinación de que yo me casara: no era amor, no era gusto personal, era una orden de su abuelo. Ella también aprovecho para disculparse por haberme hecho retrasar mi boda con Amber.

Comprendí que las dos éramos víctimas de un hombre terco, capaz de dejar a su propia nieta en la calle y a mi familia en la miseria hasta el último día de nuestras vidas. Y solo por un capricho que no entendía ni ella, ni yo.

Pero además de ese capricho injustificado del abuelo de Mel, había algo en toda su historia que no entendía:

—¿Por qué ayudaste a mi familia? Éramos imperios rivales directos... ¿por qué ayudar sin pedir nada a cambio o sacar algún beneficio? —pregunté, incrédula, levantándome de golpe.

Ella se levantó también y se plantó frente a mí. Era muy alta, demasiado alta; quizá un 1,73 m, mientras que yo, con mi 1,63 m, tuve que alzar el cuello para mirarla a los ojos. Su presencia imponía, pero también había una determinación en su mirada que me hacía querer entenderla, desentrañar cada pieza de este complicado rompecabezas en el que nos encontrábamos.

—Porque, Judith, aunque no lo recuerdes, tú me salvaste una vez —confesó, mirándome fijamente—, y por eso te estaré siempre agradecida. Y ahora finalmente al menos puedo agradecértelo cara a cara. Gracias, Judith, gracias por salvarme.

No entendía nada de lo que me decía.

Creí que se había equivocado. Yo jamás la había salvado; debía de estar confundida con otra persona.

—Lo lamento, Mel —le dije suavemente—, pero yo no te salvé —la corregí.

Ella sonrió levemente antes de preguntarme:

—¿Recuerdas un día lluvioso en el campus de la universidad...? Una chica que parecía no tener conciencia se dirigía... —comenzó.

—Hacia la laguna —terminé por ella.

La miré con los ojos abiertos como platos.

—¿Eras tú? —más que una pregunta, fue una afirmación.

Mel asintió, con una sonrisa dulce en el rostro.

—Me alegra que no lo hayas olvidado del todo a ese día —sonrió levemente.

—No, jamás olvidaré ese día —confesé, recordando aquel momento.

Ese día siempre lo llevaré conmigo en mis memorias, porque después de ese día vigilaba la laguna para asegurarme de que no volviera a intentar hacer una locura

—Estuve preocupada por ti hasta que me gradué. Después, pedí que un guardia hiciera rondas por ese lugar, por si acaso intentabas hacer alguna locura —le hablé, algo molesta.

—No lo sabía —respondió, incrédula.

—Pues así fue. Y yo no sabía que eras tú —decía desconcertada.

—Tal vez fue porque ese día llovía tan fuerte que casi no se podía ver nada, o tal vez simplemente olvidaste mi rostro. Aunque a mí solo me bastó verte por un segundo para recordarte toda mi vida—confesó.

—Es cierto que llovía mucho, y que estar casi ciega no ayudó a reconocerte —confesé—. Pero tú jamás me hablaste, y eso que coincidimos en muchos lugares —le recordé.




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