Judith
No pude evitar sentirme bien porque Mel me había escuchado y, además, me había dado una buena idea. Tenía razón: debía hablar con mis padres para sacar todo lo que llevaba dentro. Me sorprendía lo fácil que había sido abrirme con ella, cuando ni siquiera lo había hecho con Amber. Tal vez se debía a que nuestra relación no estaba del todo bien, y el desastre del matrimonio arreglado nos tenía demasiado tensas. Por eso no pude soportar más y terminé sacando toda mi frustración con Mel. Y, para mi alivio, no solo me escuchó, sino que lo hizo de una manera tan comprensiva, amable y empática.
Esa noche, por primera vez en meses, logré dormir sin el peso que me venía oprimiendo el pecho. Pude abandonarme a un sueño profundo y placentero. Tan placentero que no quería despertar, aunque sabía que debía hacerlo.
En medio de mi despertar sentí algo cálido en mi rostro, en mis manos, incluso en todo mi cuerpo. Abrí los ojos lentamente y vi a Mel a un lado mío.
—¿Pero qué...? —me levanté de golpe, sobresaltada—. ¡¿Qué haces en mi lado?! —le grité, aún confundida.
Mel se incorporó de inmediato, también sorprendida por mis gritos. Me miró sin entender nada.
—¿De qué estás hablando? —preguntó quitándose el cubre bocas.
—¡Te cruzaste a mi lado! —la acusé con firmeza.
Ella miró la cama y luego volvió a mirarme, tranquila.
—Yo no me crucé a tu lado. Mira dónde estás tú —me dijo con calma, señalando a nuestro alrededor.
Miré la cama con detenimiento y comprendí lo que había ocurrido: quien había cruzado el pequeño muro de almohadas había sido yo. Me quedé estática, intentando recordar en qué momento de la noche lo había hecho, pero nada venía a mi memoria. Tal vez me moví sin darme cuenta mientras dormía profundamente.
—Yo... lo lamento, no sé en qué momento... —me justifiqué torpemente.
—Está bien —respondió sin darle mayor importancia—. Ahora ya estoy despierta, me siento mucho mejor y muero de hambre —dijo mientras se estiraba.
Su blusa se levantó un poco, dejando ver una parte de su abdomen bien trabajado. Instintivamente me giré hacia otro lado, tratando de no fijarme demasiado, pero Mel lo notó.
—Judith, ¿puedo preguntarte algo? — Decía con un hilo de curiosidad en su voz.
—Sí, claro dime —respondí, aun evitando mirarla directamente.
—¿Por qué te sonrojas tanto? —preguntó sin rodeos.
Su pregunta me tomó tan desprevenida que volteé rápidamente hacia ella.
—Con esta vez ya van dos veces que te sonrojas —me recordó, con un tono mezcla de curiosidad y picardía.
No sabía si lo suyo era simple interés o una verdadera inquietud. Tal vez no se daba cuenta porque no era común en ella, o porque jamás había sentido algo parecido por nadie. Sinceramente, no lo sabía. Y con todo eso en mi mente, sin pensarlo demasiado, las palabras simplemente salieron de mi boca.
—Porque eres una mujer, es normal que me sienta nerviosa a tu lado... —dije, sintiendo que mis palabras sonaban torpes incluso para mí.
—¿Por qué? —me interrumpió, con un gesto que mezclaba curiosidad y leve molestia.
—Porque... es incómodo —dije sin pensar, dejándome llevar por la sinceridad más torpe.
—¿Yo te incomodo? —su voz sonaba dolida, y su mirada me atravesaba.
—No, no me malinterpretes, es complicado... —traté de explicarme, pero mi torpeza creaba más distancia de la que ya existía.
—Está bien —me interrumpió esta vez ella—. Será mejor que bajemos a desayunar —dijo, levantándose de la cama con decisión.
Tomó un conjunto de ropa deportiva y se dirigió al baño para cambiarse.
Qué idiota eres —me reprendí mentalmente—. La había arruinado con mis palabras. No era eso lo que quería decir; no me incomoda ella, más bien cualquier situación así con cualquier persona me pondría incómoda y avergonzada. Los comentarios de doble sentido o solo verla entrenando eran suficiente para generarme vergüenza, sin mencionar que está mal porque amo a otra persona.
Mel salió rápido del baño para dejarme entrar y me esperó pacientemente para bajar juntas a desayunar. Comimos en silencio; ella no parecía enojada ni incómoda, pero yo no soportaba la tensión que nos envolvía desde la mañana. Justo cuando iba a decir algo, ella se me adelantó:
—Iré a correr, vuelvo en unas dos horas —me avisó, colocándose unos audífonos que saco de su bolsillo.
Asentí por inercia mientras ella se alejaba. Pasaron más de dos horas sin que aun volviera, y luego de tres fui con Nicholas para preguntarle si sabía dónde estaba mi esposa. Un poco confundido, me indicó que estaba en el área del gimnasio. Fui hacia allá y la encontré corriendo en la caminadora, sudada y con respiración irregular.
Sin previo aviso, giró la cabeza hacia mí.
—Judith, ¿qué pasó? —pregunto mientras dejaba de correr y bajaba de la caminadora.
—Debemos continuar haciéndonos las preguntas mañana, es la cena con tu abuelo —le recordé, intentando retomar la normalidad.
—Sí, por supuesto. Solo déjame ver si ya terminé —miró su reloj—. Al parecer ya hice 30 minutos, así que iré a ducharme y te veo en el ala oeste en la zona de...
—Hablaremos mejor en la habitación —la interrumpí.
—Está bien —aceptó dudosa—. Entonces nos vamos —me pidió, caminando hacia afuera del lugar.
La esperé pacientemente mientras se duchaba, aunque con un nudo en el estómago, preguntándome cómo debía disculparme con ella.
—Bien, estoy lista... —dijo al salir del baño.
—Lo lamento —me adelanté, disculpándome.
—¿Por qué te disculpas? —preguntó desconcertada, sin entender mis nervios, mientras una pequeña sonrisa se dibujaba en su rostro.
Sentí que debía encontrar las palabras correctas para explicarle lo que realmente quise decir.
—Por lo que te dije en la mañana —le recordé—, fui grosera y entiendo si estás molesta conmigo por...
—No me enojé —me corrigió rápidamente—. Pues sí debe ser incómodo estar con alguien tan linda y sexy como yo —se rió.