Narrador
El abuelo Castle conocía de sobra el talento artístico de su nieta. Ese potencial le recordaba con dolor a su difunta esposa, quien había poseído la misma sensibilidad y la misma pasión por el arte. Ella, desde pequeña, había soñado con vivir de la pintura, y lo habría logrado, de no ser porque el destino le arrebató a su hermano mayor en un accidente automovilístico. Con su muerte, ella se convirtió en la heredera de las industrias Wright. Sus padres, temerosos de dejar la empresa en manos inexpertas, concertaron un matrimonio con la familia de él.
Desde entonces, su esposa convirtió lo que había sido su pasión en un simple pasatiempo. Pintaba solo para él, con una naturalidad y una elegancia que lo habían fascinado desde el primer día. El abuelo podía pasar horas observándola mientras pintaba, deleitándose con aquel brillo en sus ojos que solo aparecía cuando tenía un pincel en la mano. Y aunque ella le aseguraba que era feliz así, él sabía que, en el fondo, era mentira.
Hubo momentos en que quiso insistirle para que sus obras vieran la luz del mundo, pero ella siempre se negó. Decía que esa ya no era una prioridad. Y era cierto: con el tiempo, su familia y la empresa ocuparon ese lugar. Lo que en un inicio fue frustración y dolor por abandonar su sueño, se transformó en un amor inesperado por la compañía. Aquella empresa que alguna vez le pareció vacía terminó siendo su segundo hogar.
Cuando su nieta mostró inclinaciones artísticas, el abuelo se alteró. No quería volver a ver esos mismos ojos verdes, cargados de tristeza y resignación, reflejados en Mel. No soportaría presenciar la misma historia repitiéndose en otra generación. Por eso, con dureza y sin titubeos, decidió arrancar de raíz cualquier rastro de arte en la vida de su nieta, antes de que echara raíces y se convirtiera en un mundo del cual ella nunca querría salir.
Lo irónico era que, a pesar de sus esfuerzos, los años le demostraron que Mel, en esencia, se había convertido en su difunta esposa. Con la misma determinación, con la misma sensibilidad escondida tras un rostro firme, y con un talento que ni las órdenes más estrictas podían apagar.
Hace varios años atrás, Mel le pidió a Sheldon que le volviera a comprar los materiales para pintar y hacer esculturas.
Dos años después de que Mel asumiera la presidencia, el abuelo le pidió a Sheldon que le entregara, como regalo por cumplir dos años en el cargo de CEO, aquellos mismos materiales de arte. Sheldon no pudo evitar sorprenderse ante tal requerimiento, pues él había pensado que, el día en que Mel le pidió los materiales, el abuelo ya le había autorizado a volver a pintar. Su reacción, cargada de desconcierto, lo delató, y el patriarca terminó descubriendo, en ese instante, que su nieta llevaba ya bastante tiempo pintando en secreto, alimentando a escondidas una pasión que nunca había podido abandonar.
El abuelo de Mel no se molestó, pues en el pasado ya le había prometido que, cuando se posesionara como la nueva CEO, podría volver a pintar. Sin embargo, él creyó que su nieta esperaría pacientemente a que él mismo le diera la autorización formal.
Ese simple hecho, el que Mel ni siquiera le pidiera permiso para volver a pintar, le recordó dolorosamente a su difunta esposa. Ella también solía quedarse con la primera palabra o promesa que le daban, como si eso fuera suficiente para aferrarse a lo que más deseaba en silencio. En Mel veía reflejado aquel mismo espíritu rebelde y soñador, tan fuerte como frágil que el de su esposa.
El abuelo, con el paso de los años, había querido abordar aquel tema y confesarle a su nieta que su abuela también fue artista, tan soñadora como lo era Mel. Sin embargo, jamás encontró el momento adecuado. Guardó esas palabras, esperando una ocasión perfecta que nunca llegó.
Durante la cena, creyó que mencionarlo sería una buena idea, quizás una forma de suavizar la tensión que dominaba la mesa. Imaginó que abrir esa puerta le permitiría acercarse a ella, compartirle un pedazo de su historia familiar y, tal vez, demostrarle que no estaba tan sola en ese sentimiento. Pero lo que recibió a cambio fue una sorpresa amarga: al mirar los ojos de Mel, comprendió, con un nudo en el pecho, que ella seguía profundamente dolida y herida por ese asunto.
Porque, ante sus ojos, él seguía siendo el hombre que no le permitió cumplir su sueño. Y esa verdad lo golpeó como un espejo que reflejaba años de silencio, decisiones duras y un amor mal expresado. En ese instante entendió que no bastaba con hablar solo del pasado, sino como enmendar el presente con su nieta.
Sheldon de camino a su departamento recibió la llamada del señor Castle, quien le pidió que fuera a la mansión porque debía hacerle algunas preguntas. Sheldon, resignado, pensó que se trataba de lo mismo de siempre: indagar sobre su jefa. Con un suspiro, condujo en silencio hasta llegar.
El abuelo lo esperaba en su estudio, sentado tras el imponente escritorio de madera oscura, con un semblante afligido que parecía envejecerlo aún más. Apenas Sheldon cruzó la puerta, el hombre empezó a hablar, fijando su mirada cansada y penetrante en él.
—¿Por qué, Sheldon? ¿Por qué me dio esa mirada? —preguntó con un dejo de nostalgia y pesar en la voz, como si aquella pregunta cargara con los fantasmas del pasado.
—Disculpe, señor Castle, no entiendo a qué se refiere —respondió Sheldon, confundido y con cierta inquietud.
El anciano suspiró, bajó la vista unos segundos y luego retomó con voz quebrada:
—Se supone que, cuando ella volviera a pintar, jamás debía darme esa mirada herida... la misma mirada triste que tenía su abuela. —Sus palabras estaban impregnadas de una melancolía que llenaba el aire de un peso insoportable.
Sheldon, conmovido por aquella confesión, respondió con sinceridad:
—Señor Castle, lo único que puedo decirle es que la señorita Mel no lo odia por negarle hacer lo que le gusta. Pero sí... se siente frustrada y dolida por no poder hacerlo libremente.