Era pagarte, no Amarte

8

Durante una semana todos empezaron a notar mis ojeras, formadas por no dormir adecuadamente. Algunos empleados me preguntaban sutilmente si estaba bien, y yo, un poco confundida por la pregunta, respondía que sí. Sin embargo, el día de hoy Nicholas me sorprendió al ofrecerse a llamar al médico, a lo cual me negué de inmediato, pues no estaba enferma, simplemente no podía dormir. Así que se lo aclaré.

—Está bien, Nicholas, no llames a nadie. Lo que sucede es que no he podido dormir bien desde hace unos días —le expliqué, provocando que su expresión se tornara avergonzada.

Me quedé desconcertada al ver su reacción y me pregunté mentalmente por qué se había puesto así.

—Entiendo, señora... lamento mi expresión. — se disculpó — Sé que son jóvenes usted y su esposa, y el hecho que estén recién casadas... es normal no dormir bien —dijo, aclarando su garganta.

Sentí mis mejillas encenderse de vergüenza. Eso no era lo que quería dar a entender. Pero tampoco podía corregirlo, porque si lo hacía corría el riesgo de que se cayera la farsa del matrimonio. Así que tuve que tragarme mi incomodidad y sufrir en silencio por la confusión.

Ese fin de semana, como siempre, Judith se fue con sus padres. Mientras yo continuaba lidiando conmigo misma, así que, para no quedarme con energía acumulada, me inscribí en una maratón junto con Sheldon, quien se quejó sin descanso porque correr no era parte de su trabajo. Sheldon siempre había sido un quejica, y yo ya estaba acostumbrada a sus constantes protestas. Tal como lo había previsto, terminé agotada y dormí la noche del sábado como un bebé. El domingo, en cambio, cumplí con mi rutina habitual de ese día: no hacer absolutamente nada, como un pequeño premio para mí misma.

Por un instante creí que había solucionado mi problema, pero estaba equivocada. Volví a levantarme de madrugada, inquieta, con energía desbordante.

Judith, al notarlo, una noche me preguntó con voz preocupada si me sentía mal, si acaso estaba enferma o me dolía algo.

—No estoy enferma —le respondí con sinceridad.

No era mentira, porque ese no era el motivo de mi problema, pero tampoco quise darle más explicaciones. Sabía que ella cargaba con sus propios problemas, y sospechaba que tenían que ver con su prometida, porque con sus padres parecía estar muy bien. Cada vez que regresaba de visitarlos, me contaba cómo había pasado el fin de semana, y se le notaba la felicidad brillando en el rostro.

Esa madrugada, mientras corría en la caminadora, miré el cronómetro: 1 hora y 35 minutos. La frustración me golpeó de lleno, porque no entendía cómo podía seguir sin agotarme. En ese instante, sentí una mano que tocó un costado de la máquina. Me sobresalté tanto que estuve a punto de caerme.

Era Judith.

Me detuve de golpe, bajé de la caminadora y llevé una mano a mi pecho, intentando recuperarme del susto, mientras con la otra me sacaba los audífonos.

—Por favor, Judith, debes hacer ruido. Un día de estos me vas a matar del susto —le dije, cansada, aún con el corazón acelerado.

—Te llamé, pero no me respondiste —se defendió.

Yo trataba de regular mis latidos mientras ella soltaba un suspiro profundo. La tensión en su mirada me decía que esta conversación no quedaría ahí.

—¿Qué haces aquí, Mel? Son las dos de la mañana —preguntó Judith, con evidente preocupación en su voz.

—No podía dormir —respondí, intentando restarle importancia.

—Mel, llevas así dos semanas —me reprendió, frunciendo el ceño.

Abrí los ojos sorprendida y, nerviosa, me llevé la mano al cuello.
—¿Te disté cuenta? —murmuré, sin saber qué más decir.

—Desde el primer día —me acusó con firmeza—. Te he estado preguntando, Mel, si estabas bien, y me mentiste.

—No lo hice —me defendí rápido—. Tú me preguntaste si estaba enferma, y no lo estoy. Además... si ya lo sabías, ¿por qué me regañas?

—Creí que éramos amigas —dijo con una voz que sonaba más dolida que enojada.

—Lo somos —aseguré apresurada—. Es solo que... —me quedé en silencio unos segundos, mordiéndome el labio— solamente no quiero darte otro problema.

—¿De qué hablas? —me interrumpió con impaciencia.

Tragué saliva antes de soltar las palabras que llevaba guardando.
—Sé que estás triste por Amber.

Judith me miró fijamente. Sus ojos reflejaban cansancio, y suspiró con una mezcla de agotamiento y resignación.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó, casi sin fuerzas.

—No es muy difícil deducirlo, ¿sabes? —respondí con obviedad, bajando la mirada.

Ella se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y habló con tono melancólico:
—Sé que mi relación con Amber no es la mejor ahora, pero también sé que lo resolveremos más adelante, cuando ambas estemos preparadas para hablarlo. Mientras tanto, estamos alejadas, al menos sin hacernos daño.

Su tristeza era evidente, y yo solo pude murmurar:
—Lo lamento.

—Esta vez no es culpa de nadie —me advirtió con dulzura—. No quiero hacer un drama de todo esto ni convertirme en la víctima, mucho menos que me tengan lástima —intentó sonreír, aunque la curvatura de sus labios se veía frágil.

Le devolví la sonrisa, reconociendo en silencio que entendía lo que trataba de decirme. No era el fin; simplemente, necesitaban un tiempo.

Judith suspiró de nuevo y me miró con seriedad.
—Bien, ahora dime... ¿qué sucede contigo? ¿Por qué no puedes dormir?

Sentí mi pecho apretarse. Había llegado el momento de decirle lo que tanto había evitado. Suspire, aunque más por agotamiento mental.

—¿Recuerdas que te conté que tengo demasiada energía? —pregunté, jugando con mis dedos.

—Sí —respondió Judith con calma.

—Pues por eso no puedo dormir... porque ahora tengo demasiado —me quejé frustrada.

—¿Has intentado subir la intensidad de tu rutina? —me sugirió con tono analítico.

—Lo hice. He probado de todo —bufé—. Incluso llevé a Sheldon conmigo a una maratón, y sí, funcionó, pero solo ese día, porque al siguiente volví a no poder dormir. Y, vamos, no puedo ir a correr maratones todos los días. —La frustración se me desbordaba en cada palabra.




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