Era pagarte, no Amarte

10

Mel

—¡Sara, espera! —la detuve antes de que cruzara la puerta de la residencia. Corrí tras ella, incrédula por la reacción tan precipitada—. ¿Por qué te vas? —pregunté, con un tono de confusión en mi voz.

Escuché su risa burlona mientras se daba la vuelta, como si disfrutara demasiado del desconcierto en mi rostro.

—Veo que no pude evitar lo inevitable... —murmuró con tono casi teatral.

—No entiendo de qué hablas... —respondí, frunciendo el ceño.

—Mel, si sigues así tendrás un enorme problema. Así que deja de ser tan cercana a Judith —me advirtió con seriedad.

—Sara, sabes que ella y yo... —intenté explicarme.

—No, no —me interrumpió de inmediato, levantando la mano como para detenerme—. Debes parar ahora... a menos que estés sintiendo algo por ella. Ya sabes... —sonrió con picardía mientras deslizaba su dedo por la palma de su mano, insinuando—. ¿No sientes algo más? Como... querer estar cerca de ella.

—Lo normal —respondí, pero mi voz sonó débil, vacilante.

—¿Y qué es lo normal para Mel Castle? —preguntó, alzando una ceja con evidente intriga.

—Pues... —me quedé callada.

El silencio se volvió pesado, como si todo lo que no quería decir flotara entre nosotras.

—Cómo lo quiero estar conmigo —finalmente solté, sin estar convencida del todo.

Sara arqueó las cejas, divertida, casi disfrutando de mi incomodidad.

—Jamás intentaste nada de eso conmigo —dijo con tono burlón, como si la confesión le hubiera dado ventaja.

—Eso no es lo que estábamos haciendo, solo estábamos jugando —me defendí.

—Por supuesto que están jugando... un juego de adultos —remarcó, sin apartar sus ojos de los míos—. Pero recuerda algo, Mel: Judith ya tiene a Amber. No te hagas ilusiones. Si quieren divertirse, está bien, porque como me contaste, ambas son libres... pero no te enamores, Mel —me advirtió, apuntándome con su dedo de manera amenazante.

—Eso jamás va... —intenté negarlo con firmeza.

—No, no Mel. Nunca debes decir "jamás" ni "yo nunca" porque, al final, eso es justamente lo que termina pasando — hablo con un dejo de dramatismo.

Se dio la vuelta, como si ya se marchara, pero en el último segundo giró nuevamente sobre sus pasos.

—Casi lo olvido... me quedaré unos días en la ciudad. Y adivina quién también está aquí —preguntó, aunque no esperó mi respuesta—. Jade.

Me quede en silencio antes de decir:

—Oh... —fue lo único que pude pronunciar.

—¿Solo "oh"? —repitió Sara, imitando mi tono con sorna.

El nombre de Jade cayó sobre mí como un golpe inesperado. Hacía años que no veía a Jade, y sinceramente, fue ella quien decidió alejarse.

—Sí, solo "oh"... porque dudo mucho que Jade venga a buscarme para ponernos al día de los últimos cinco años sin vernos —respondí con sarcasmo, dejando claro que eso no iba a pasar.

—¿Quién sabe, mi querida Mel? Ponte y quizás un día ella entre a tu cuarto y te encuentre en esa misma situación... como yo te encontré con tu esposa —se burló con descaro.

Yo solo rodé los ojos, harta de su insistencia.

—No te quito más tu tiempo, me voy —dijo antes de besarme la mejilla.

Y justo antes de despegarse de mí, susurró en mi oído con un tono malicioso:

—Ve con tu esposa, que ya me arden las orejas de lo tanto que debe estar insultándome por seguirte reteniendo —se volvió a burlar.

—Ya vete —le pedí con un hilo de voz, deseando que dejara de molestarme.

La realidad es que ahora mismo no tengo espacio en mi mente para Jade ni para ningún otro pensamiento, más que en cómo debo comportarme con Judith. Debo ser prudente, no exagerar, mantener las apariencias. Es lo único que me repito una y otra vez.

Sin embargo, me he sorprendido al darme cuenta de que he avanzado en comprender diversas situaciones. Ese progreso me llena, en cierta forma, de paz, porque sé que todo saldrá bien. Nunca creí que alguien pudiera enseñarme tanto, y aunque a veces me cuesta admitirlo, últimamente no puedo evitar pensar en ella... incluso estando a su lado.

Hay momentos en los que, cuando no se da cuenta, la observo de reojo. No sé por qué lo hago, pero me gusta verla mientras compartimos el mismo espacio. Me siento bien cuando estoy con ella. Y este último fin de semana la extrañé... demasiado. Estoy segura de que me estoy acostumbrando a su presencia, porque por eso la extraño y porque deseo estar con ella.

Será triste cuando, inevitablemente, vuelva a su vida y se mude de aquí. Solo espero que este sentimiento se disipe pronto cuando ya no esté a mi lado. Pero, en lo más profundo, sé que no será tan fácil.

Últimamente, además, me ha estado doliendo el cuerpo. Quizá sea porque duermo en el sofá. Y cómo lo sé: simple, acabo de despertar con el cuello adolorido, rígido, incapaz de moverlo.

—Buenos días, Mel —me tocó suavemente el hombro Judith, con un gesto cargado de cariño.

—Buen día —respondí, aunque sin voltear a mirarla.

—¿Estás bien? —preguntó, preocupada al notar mi incomodidad.

—No... no puedo mover el cuello —confesé con un suspiro de dolor.

—Dormiste mal, déjame ver —dijo sin previo aviso mientras sus dedos se posaban sobre mi cuello.

Y entonces lo sentí: como si una corriente eléctrica recorriera mi piel, bajando desde la base del cuello hasta perderse en lo profundo de mi columna vertebral. Un estremecimiento involuntario me atravesó entera, haciéndome contener la respiración.

No sé si fue el dolor o la cercanía de sus manos cálidas, pero mi corazón empezó a latir más rápido.

¿Qué había sido eso? ¿Por qué me siento así solo porque está tocando mi cuello? Y, sobre todo, ¿por qué no la detengo? Mi cuerpo está congelado, como si su mano me hubiera dejado paralizada. Quiero detenerla, pero a la vez quiero que continúe.

Y, después de varios segundos, mientras Judith sobaba mi cuello, lo descubrí.

No soy estúpida ni ingenua; sé reconocer cuando siento deseo. Pero... ¿en qué momento comencé a desearla?




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