Era pagarte, no Amarte

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Narrador

Lo que Mel no sabía era que Judith en realidad sí había fingido estar dormida. Desde hacía varios días atrás, Judith había empezado a sentir una atracción más fuerte hacia ella, un deseo silencioso que no se atrevía a reconocer en voz alta. Aquella noche, al verla entrar, al observar sus gestos cansados, la manera en que se desvestía con naturalidad, Judith se quedó quieta, observando a Mel desvistiéndose en silencio.

Desde que Judith conoció a Mel, siempre le pareció atractiva. Al principio lo asumió como una simple observación, nada más, pero con el tiempo ese sentimiento fue tomando un matiz distinto. Poco a poco, casi sin darse cuenta, comenzó a gustarle. La cercanía que habían construido en sus prácticas, las largas horas que pasaban juntas, el hecho de enseñarle y corregirla, habían hecho crecer algo dentro de Judith que no se atrevía a nombrar.

Lo peor de todo era la culpa. El solo hecho de pensar que le gustaba el cuerpo de Mel la hacía sentirse mal, porque en el fondo se recordó que ella ya tenía a alguien a quien amaba. En su mente, aquella atracción era casi una traición. Aunque no hubiera contacto carnal, aunque todo se quedara en un sentimiento que crecía en silencio, Judith lo vivía como si le estuviera siendo infiel a Amber.

Pero lo verdaderamente terrible para Judith no era esa culpa, sino que, con cada día que pasaba, ese sentimiento aumentaba más y más. Mientras más compartía con Mel, mientras más se reía con ella, mientras más recibía gestos, expresiones y muestras de cariño, más difícil se le hacía negar lo evidente. El corazón se le aceleraba con cada roce inocente, con cada mirada sostenida que parecía durar más de lo normal.

En el fondo, Judith no quería que Mel dejara de comportarse así con ella. No quería que esa calidez, esas atenciones, esos pequeños actos cariñosos desaparecieran. Pero, como siempre hacía, decidió minimizarlo. Se repitió a sí misma que no era más que una ilusión, un espejismo nacido de la soledad. "Lo que pasa es que extraño a Amber", se mintió, aferrándose a esa justificación como a un salvavidas. Una vil mentira que se dijo para silenciar la culpa y convencerse de que todo estaba bajo control.

Sin embargo, la realidad era otra: cada día que pasaba, Judith sentía más atracción por Mel y se preocupaba más por ella. Su exagerada protección hacia ella intentaba disfrazarla como la de una amiga, pero en el fondo sabía que iba más allá. Y lo supo con claridad el día que Mel desapareció sin avisar. El simple hecho de no saber dónde estaba la hizo perder la calma. Decidió salir a buscarla, pero, minutos antes de hacerlo, recibió una llamada de Amber.

Amber le dijo que necesitaba verla y que estaba cerca de la residencia. Judith dudó. No estaba convencida de ir, pero al final aceptó, con la idea de hablarle claro y posponer el encuentro para otro momento. Sin embargo, no tuvo oportunidad de hacerlo. Amber, entre lágrimas, comenzó a disculparse. Por casi dos horas no dejó de hablar, de pedir perdón, de tratar de recomponer lo que habían perdido. Y, durante esas dos horas, Judith se obligó a olvidarse de Mel, de su ausencia, de la preocupación que la devoraba.

Mientras escuchaba a Amber, recordó las palabras de Sara: "No te enamores de Mel". Se repitió esa advertencia una y otra vez, como un mantra, tratando de convencerse de que era lo correcto. Y en medio de aquel torbellino de emociones, Amber le preguntó directamente si quería volver con ella, asegurándole que, de no ser así, la esperaría el tiempo que hiciera falta.

En ese momento, sin darse cuenta, Judith pensó en Mel. Pensó en lo que significaba seguir con ella bajo el mismo techo, en la tensión de los gestos, en lo peligroso que se estaba volviendo todo. Y fue justamente ese pensamiento lo que la llevó a aceptar la propuesta de Amber. Volvió con ella, convenciéndose de que era lo más sensato. Después de todo, solo quedaban diez meses para separarse de Mel. Diez meses y cada una volvería a su vida anterior.

Eso se repitió Judith con firmeza. Pero, en lo más profundo, sabía que ya nada sería igual.

El día que Judith volvió pronto a la residencia con Mel lo hizo únicamente porque su madre estaba dispuesta a enfrentar a Mel. Judith ya les había comentado a sus padres lo que el abuelo de Mel quería hacer: reunir a las dos familias en un vínculo forzado que nadie deseaba. Por supuesto, todos en su familia se negaron sin excepción; para ellos esa idea era inconcebible. Pero lo que más molestó a Judith no fue la negativa, sino la manera en que su madre y su hermano empezaron a insultar a Mel sin medida, como si ella fuera la culpable de todo.

Judith no soportó escucharlos. Se levantó furiosa, los enfrentó con dureza y, sin pensarlo demasiado, se marchó de la antigua casa rumbo a la residencia. No se dio cuenta de lo que había hecho hasta que aparcó frente a la entrada y apagó el motor. Solo entonces, en medio del silencio del auto, se preguntó a sí misma:

—¿Por qué no fui con Amber?

Se recostó contra el asiento, buscando una respuesta que jamás llegó. Suspiró con pesadez y terminó bajando del auto. Caminó lentamente, con pasos silenciosos, decidida a no despertar a Mel. Su plan era sencillo: entrar sin ser escuchada, cambiarse lo más rápido posible y dormir en el sofá. Sabía que los fines de semana Mel usaba la cama, precisamente porque ella solía pasar esos días fuera, y no quería invadir su espacio.

Cuando entró en la habitación, buscó con la mirada a Mel, pero la cama estaba perfectamente tendida, vacía, como si no hubiera sido usada. Frunció el ceño, extrañada. Lo primero que pensó fue que quizás Mel estaba llena de energía y se había ido al gimnasio, así que caminó hasta allí, pero tampoco la encontró. Una punzada de angustia se apoderó de su pecho.

Decidió buscar en cada rincón de la residencia: habitación por habitación, pasillos, incluso los jardines exteriores. Nada. La inquietud comenzó a crecerle por dentro como un nudo. La única explicación que se dio fue que Mel había salido, tal vez con Sara, quizá a beber o simplemente a distraerse. Aun así, esa idea no la tranquilizó.




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