Era pagarte, no Amarte

17

Narrador

Por la noche, todo estaba relativamente animado; aunque todos habían ido a divertirse, había dos personas que parecían dirigirse a un campo de batalla del cual solo podrían regresar de dos maneras: felices o devastadas.

Mel fue la primera en llegar, acompañada de sus padres y de su abuelo, quien no dejó de hablar con ella durante todo el camino, preguntándole cómo se encontraba. Fue una sorpresa para Mel ver a su abuelo comportarse de manera tan empática, y sus padres también estaban algo desconcertados por la actitud inusual del patriarca.

Rupert había estado haciendo sus averiguaciones y, al igual que Sheldon, había intuido que Judith solo buscaba la atención de su nieta porque deseaba volver con ella. Por eso decidió ir a verla y descubrió que, efectivamente, Judith quería hablar con su nieta. Aunque el abuelo le había prohibido acercarse, la determinación de Judith era inquebrantable: iba a encontrar a Mel, aunque él se opusiera.

Molesto, el abuelo Castle le preguntó:
—¿Qué quieres?

—No es evidente Sr.... quiero a Mel. Quiero volver con ella —confesó Judith.

El patriarca no podía creer lo que escuchaba. Para cualquiera, esas palabras podrían ser una buena noticia; sin embargo, en el fondo, crecía en él la duda de que, si había traicionado a su prometida, podría hacer lo mismo con su nieta. El patriarca Castle valoraba la fidelidad, esa virtud indispensable en su familia, una virtud que Judith ya no poseía.

—Te prohíbo que vuelvas a acercarte a mi nieta —le ordenó.

Judith, inquebrantable, respondió:
—La única que puede decidir eso es Mel. Aun así, no me rendiré hasta que vuelva a mí.

—No aceptaré jamás que mi nieta vuelva contigo, porque podrás poseerlo todo, pero la lealtad y la fidelidad son virtudes que te faltan, y que Mel también atesora —replicó el abuelo con voz firme.

Judith apretó los puños. Ante los ojos de todos, parecía una traición, y realmente lo era; algo que jamás podría borrar. Sin embargo, estaba segura de que no volvería a repetirlo. Tal vez fue inmadurez, pero había aprendido. Amaba a Mel más de lo que había amado a Amber, y jamás pensaría siquiera en fijarse en otra persona.

Sabía que las palabras no serían suficientes para convencer a todos. Debía demostrarlo con hechos. Y para Judith, eso no sería difícil; porque lo demostraría sin esperar que nadie se lo pidiera. Cada gesto, cada detalle hacia Mel sería una prueba silenciosa, constante y sincera de que su amor había cambiado, de que la lealtad que antes le faltaba ahora estaba grabada en su corazón. No permitiría que nadie dudara de sus sentimientos.

Desde que Judith llegó a la fiesta, lo primero que hizo fue buscar a Mel. Al principio solo con la mirada, pero luego recorrió toda la recepción con el corazón latiéndole a mil por hora. La encontró entre la multitud, de pie cerca de una mesa decorada con luces doradas. Se miraron apenas unos segundos, pero en ese breve intercambio ambas pensaron lo mismo: qué hermosa se ve hoy.
Aunque Judith añadió algo más en su mente: ¿por qué tiene que traer ese vestido tan escotado?

Los celos comenzaron a asomarse peligrosamente, ardiendo bajo su piel. Si Mel no se dio cuenta fue solo porque, con elegancia, se alejó caminando hacia el balcón, buscando aire fresco. Ese movimiento, sin saberlo, evitó que Judith terminara sonrojándose, no por vergüenza, sino por pura rabia contenida.

El balcón estaba casi vacío, iluminado por las luces que colgaban en espiral desde el techo. Desde allí se veía la ciudad y el reflejo plateado de la luna. Fue en ese rincón apartado donde Judith, sin poder contener más lo que sentía, se acercó a Mel

Mel sin girarse preguntó con voz serena, pero cargada de tensión:

—Judith, quiero saber realmente qué esperas o qué quieres de mí.

Mel giró hacia ella, por fin enfrentándola.

—A ti —respondió Judith, sin titubear.

Intentó acercarse, pero Mel dio un paso atrás, confundiéndola por completo. Judith no entendía. Creyó que la amaba, que todo lo que habían vivido no podía ser en vano. ¿Acaso cambió de opinión? ¿Será por lo que le dijo su abuelo? pensó con angustia.

—Mel... —murmuró, tratando de sostener su mano. —Te quiero a ti —confesó Judith con voz quebrada—. Yo me enamoré de ti.

Mel, entre la duda y el desconcierto, no pudo contener más lo que llevaba atorado en el pecho.

—Sé que será hipócrita de mi parte, pero no puedo estar contigo por cómo empezó todo esto. Sé que con quien engañaste a Amber fui yo, pero siento que... —se detuvo, incapaz de continuar sin parecer una completa idiota.

Judith entendió de inmediato a qué se refería y terminó la frase por ella, casi en un suspiro:

—Sientes que también podría engañarte.

Mel no pudo mirarla a los ojos. La vergüenza le quemaba por dentro. Se sentía la peor de las hipócritas por decir algo así, pero no era su razón la que hablaba, sino su miedo.

—Lo lamento, Judith. Sé que te pedí que me eligieras, pero jamás pasó esto por mi cabeza. Y ahora mismo... tengo miedo —susurró con la voz entrecortada, casi temblando.

Judith permaneció en silencio. No podía culparla; comprendía ese miedo. Aun así, su corazón dolía.

—Entiendo que lo tengas... —dijo finalmente, con suavidad.

Mel sonrió con aflicción, interrumpiéndola antes de que terminara:

—Este es el adiós, Judith.

Sus manos temblorosas se alzaron para tocar su rostro. Acarició sus mejillas con ternura, intentando grabar su recuerdo. Judith cerró los ojos, atrapada por aquel gesto, deseando que el tiempo se detuviera. Luego, sin decir más, se dieron un último beso: el que parecía de la despedida, el que dolía y ardía al mismo tiempo.

Y nuevamente, como si el destino o el propio guionista de sus vidas disfrutara de interrumpirlas en estos momentos, alguien apareció para arruinar la escena. Esta vez fue el abuelo de Mel, quien, al verla a solas con Judith en el balcón, se puso furioso. Su rostro se endureció, y con voz autoritaria, ordenó a su nieta que regresara con sus padres y que no se despegara de ellos ni un solo instante.




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