(Narra Clara)
Desde que regresé a Altavela, una pequeña ciudad costera, para vivir con mis tíos, Jesús no ha dejado de insistir en que salga más, que haga amigos, que no me encierre tanto. Supongo que tiene razón. Me enfoqué tanto en la mudanza, en adaptarme, en resolver asuntos con mis padres… que olvidé lo básico: conectar con amigos.
He faltado bastante a clases por todo el caos, y eso no ayudó a que encajara con mis compañeros. A veces siento que soy solo una sombra que aparece de vez en cuando en el grupo 3.
—¡Oye, Pulga! Esta noche hay fiesta con los de tercero. Iremos. Te quiero lista a las siete —gritó Jesús desde la puerta de mi cuarto, sin darme opción a negarme. Y antes de que pudiera responder, ya se había ido.
Así que… una fiesta.
No me vendría mal una noche fuera. Hace semanas que no me relajo de verdad, y aunque no soy la más fiestera, a veces sólo se necesita un poco de ruido ajeno para apagar el ruido de adentro.
Quería vestirme de forma que llamara la atención, pero sin parecer que lo intentaba demasiado. Desordené todo mi armario antes de decidirme por unos shorts de mezclilla rasgados y una camiseta negra de mi banda favorita. Le sumé unos botines negros y un par de accesorios discretos. Pero algo no terminaba de convencerme. Entonces, cuando Jesús no miraba, tomé una de sus camisas a cuadros —lo suficientemente grande como para que se viera genial encima de todo lo demás.
Bajé las escaleras para que mi tía Gloria y mi tío Raúl aprobaran el conjunto. Sus sonrisas me lo confirmaron todo.
—¡Esa es mi sobrina! —dijo Raúl, alzando el pulgar.
—Vas guapísima, hija —añadió Gloria, con ese tono entre maternal y cómplice que solo ella sabe usar.
Después de esperar eternamente a que Jesús terminara de peinarse —con un nivel de detalle ridículo para alguien que siempre dice que “la apariencia no importa”—, por fin salimos.
—¿Emocionada? —preguntó mientras conducía.
—Solo un poco —dije, encogiendo los hombros. La verdad era que sí, aunque no quería admitirlo.
—Hace mucho que no salgo de fiesta —añadí, subiendo el volumen de la música y dejando que el ritmo hiciera lo suyo.
Miré por la ventana mientras nos alejábamos de las luces del barrio y nos adentrábamos en la ciudad. No tenía idea de qué iba a pasar… pero algo me decía que esta no sería una fiesta cualquiera.
Finalmente llegamos a una casa tan grande que intimidaba. Desde afuera ya se escuchaban risas, músicay luces de colores filtrándose por las ventanas. Todo parecía… emocionante. O al menos, prometedor.
Al entrar, Jesús me tomó del brazo y me llevó directo con su grupo de amigos, presentándome con entusiasmo:
—Ella es Clara, mi prima. Recién mudada —dijo, como si eso explicara todo.
Saludé con una sonrisa algo tímida y murmuré un par de “hola” mientras me examinaban de arriba abajo con natural curiosidad. No me sentí incómoda, pero tampoco del todo parte del grupo.
Nos dirigimos a la cocina por bebidas. Aunque varios me ofrecieron lo que ellos estaban tomando —mezclas extrañas de cosas fuertes y dulces—, insistí en que con soda estaba bien.
No quería dar una mala impresión si terminaba mareada en una esquina. No soy de las que toman alcohol, y esta no sería la excepción. Al menos no todavía.
Había mucha gente por todas partes. Rostros nuevos, desconocidos. Voces mezclándose, pasos y risas flotando entre los espacios. A decir verdad, no conocía a nadie más allá del grupo de Jesús. Sus amigos intentaban integrarme en la conversación, y lo agradecía, pero aun así… me sentía un poco fuera de lugar.
Tal vez porque eran un año mayores. Tal vez porque todos ya tenían historias compartidas, códigos invisibles. A veces, un pequeño año basta para que todo se sienta distante.
—Soy Pablo —dijo una voz que me hizo girar.
Era un chico no muy alto, con el cabello largo hasta las mejillas y una sonrisa tranquila.
—Clara —respondí, devolviéndole el saludo.
—Jesús no nos había dicho que eras tan linda —añadió entre risas.
—Jesús no sabe apreciar mi belleza —repliqué con una media sonrisa, siguiéndole el juego.
Pablo rió con sinceridad. No era incómodo. Había algo ligero en su forma de hablar, como si no esperara nada y solo quisiera conversar.
Jesús notó el intento de Pablo por impresionarme y, como buen primo sobreprotector, lo frenó con una mirada y un comentario burlón.
—Relájate, Pablo. Es su primera fiesta en Altavela, no la asustes —dijo con tono entre broma y advertencia.
Pablo alzó las manos como en señal de paz.
—Solo estaba siendo amable —respondió con una sonrisa despreocupada, y dejó el tema de lado sin insistir. Le agradecí en silencio por eso.
Después de un rato, uno de los chicos sugirió que fuéramos por botanas y caminar unas cuadras hasta el súper más cercano.
La caminata fue tranquila. El aire fresco ayudaba a despejar un poco el ruido de la casa. Pablo y yo seguimos hablando, descubriendo que compartíamos algunos gustos musicales. Fue suficiente para que la conversación fluyera con más naturalidad. Hablamos de bandas, de conciertos a los que quisiéramos ir, de canciones que escuchábamos.
Mientras cargábamos las bolsas con botanas de regreso a la cocina, Jesús y Pablo bromeaban todo el camino, lo cual me relajó aún más.
Entramos por la puerta trasera sin notar mucho a las personas alrededor y dejamos caer las bolsas sobre la mesa. Entonces fue ahí donde la noté.
Una chica no más alta que yo, con el cabello castaño y unos ojos miel que, por un segundo, se cruzaron con los míos.
Fue un segundo, tal vez menos, pero suficiente para darme cuenta de que no era una mirada cualquiera. Era directa, intensa… pero tímida.
Noté cómo se puso roja. Apartó la mirada rápido, como si hubiera hecho algo indebido. Eso me hizo sonreír sin querer. Había algo encantador en ese gesto torpe. Algo que llamó mi atención.