(Narra clara)
Jesús me llamó para sentarme a su lado, así que me acomodé entre él y Pablo, intentando no parecer demasiado obvia mientras la buscaba con la mirada entre las conversaciones. No sé cuánto tiempo estuve observándola antes de darme cuenta de que seguía ahí, sentada con el resto, como si siempre hubiera formado parte del grupo.
No hablaba mucho. Tenía una bebida en la mano y sonreía en momentos puntuales, como si observara más de lo que participaba.
Me pregunté cómo se llamaba, de dónde había salido, por qué no la había notado antes en la escuela.
No podía dejar de mirarla. Aunque intentara disimularlo. Aunque fingiera estar pendiente de lo que Jesús o Pablo decían. Era como si todo alrededor se hubiera vuelto ruido de fondo.
Quise decir algo. Lo que fuera. Un “hola”, un “¿quieres más botanas?”, un “bonita tu blusa” … aunque no tuviera ni idea de qué estaba usando. Pero las palabras no salieron.
Y yo, que suelo hablar hasta por los codos cuando me siento nerviosa, simplemente me quedé callada.
No podía dirigirle la mirada o la palabra sin quedarme en blanco, así que seguí la plática de Jesús y Pablo casi como si pareciera que la ignoraba. Pero no lo hacía. Ni de lejos.
La veía de reojo, y notaba cómo ella miraba —también de reojo— a Jesús.
Como si lo analizara. Como si intentara entender algo de él.
Eso me hizo sentir insegura.
¿Lo conocía?
¿Le gustaba?
¿Estaban hablando antes y yo llegué tarde?
¿Y si solo estaba esperando que él le hablara?
No sabía por qué esas preguntas me incomodaban tanto, pero me descubrí haciéndolas una y otra vez, hasta que noté que se apartaba del grupo.
Se levantó con suavidad, tomando su vaso, y caminó hacia una pequeña barda sentándose en ella.
—¿No irán con ella? —pregunté, intentando sonar casual. Aunque no pude evitar que mi tono sonara un poco más interesado de lo que habría querido.
Uno de sus amigos, un chico alto con una voz pausada —a quien aún no había preguntado su nombre— respondió sin darle mucha importancia:
—Estará bien. A veces necesita un descanso de las multitudes.
Entonces, una chica que estaba sentada al otro lado —de cabello rizado y sonrisa amable— me miró como si me hubiera leído el pensamiento.
—Podrías acompañarla tú —dijo, con una sonrisa alentadora.
Jesús, que parecía entender más de lo que decía —como si notara algo, pero no quisiera ponerlo en palabras—, simplemente me dio una mirada breve y una leve sonrisa.
No dijo mucho, pero ese gesto fue suficiente. Como si me diera permiso. Como si me dijera “anda”.
Lo pensé un segundo más… pero mi cuerpo ya se había puesto de pie por mí.
Fue como si algo dentro de mí decidiera moverse antes que yo.
—Puedo acompañarlas también —comentó Pablo, haciendo un intento por levantarse.
Jesús lo detuvo con una mano firme en su hombro, sin dejar de sonreír.
—Hermano, déjalas solas. Aquí está la fiesta —dijo con tono relajado, casi burlón, mientras lo empujaba suavemente de nuevo hacia el asiento.
Pablo levantó las cejas, pero no insistió.
Finalmente, ahí estaba.
De espaldas a mí. Sentada sola. No me había notado.
Antes de que pudiera decidir si acercarme o no, la escuché hablar en voz baja. Como si conversara con las estrellas. Palabras sueltas, pensamientos en voz alta.
Sin querer, interrumpí ese pequeño momento.
Ella giró sorprendida, claramente sin esperarme. Su expresión me hizo sonreír: era como si la hubiera despertado de un sueño.
Me senté a su lado, intentando parecer tranquila. Pero por dentro, el corazón me golpeaba el pecho con tanta fuerza que temí que se escuchara.
Y, como si algo automático tomara el control, empecé a hablar. Palabras pequeñas, seguras, amables. Una conversación casual.
Lucía. Ese era su nombre.
Lucía.
Lo pensé sin decirlo. Sonaba tan bien… tan ella.
Mientras hablábamos, sentía que por dentro todo era un caos. Nervios, preguntas, emoción, algo indefinible. Pero por fuera… solo parecía una plática tranquila entre dos personas que apenas se conocían.
Hasta que mencionó a mi… ¿novio?
La palabra me sacó de inmediato de mis pensamientos.
—¿Novio? —creo que lo dije en voz alta sin darme cuenta y claramente confundida.
Ella explicó que se refería a Jesús. Que pensó que éramos pareja.
No pude evitar reír.
La idea me pareció tan absurda, tan fuera de lugar, que la risa salió sola.
—No, para nada —aclaré, aún divertida—. Es mi primo.
Pero algo en mí no se detuvo ahí. La misma curiosidad me llevó a hacerle la misma pregunta.
—Entonces… ¿el chico alto de tu grupo es tu…? —quise preguntar, pero ella respondió más rápido de lo que yo pude terminar la frase.
—Amigo. Mejor amigo —dijo con firmeza, casi con prisa. Como si le preocupara que yo pensara otra cosa—. Él fue quien me arrastró aquí.
Sentí un pequeño alivio al escuchar eso.
Aunque claro… eso no respondía lo que más me inquietaba:
¿Por qué lo miraba tanto a Jesús?
No lo decía con palabras, pero yo lo había notado. Durante la conversación en el grupo, durante las risas, durante los silencios incómodos. Su mirada se iba hacia él más veces de lo normal. Como si intentara entender algo, descifrarlo, o tal vez… recordarlo.
Lucía tenía una forma curiosa de estar presente. No se esforzaba en llamar la atención, pero algo en ella atraía la atención. No sabía qué era. Tal vez sus ojos tal vez su forma de hablar, tan tranquila, como si cada palabra estuviera elegida con cuidado.
—¿Te gusta venir a este tipo de fiestas? —pregunté, buscando un tema más seguro, más neutral. Uno que me ayudara a no perderme tanto en ella.
Lucía se encogió de hombros, con una sonrisa suave.
—No mucho. Pero a veces… está bien salir un rato —respondió.
Y ahí estábamos. Dos desconocidas compartiendo un rincón de la noche. Hablando de nada y de todo al mismo tiempo.