Un niño en medio de un cambio profundo es como un árbol joven que ha crecido en un entorno familiar y acogedor. Durante años, sus ramas se han extendido al sol, sus raíces se han afianzado en la tierra, y cada hoja nueva simboliza un sueño, una risa, una promesa de futuro. Sin embargo, cuando una tormenta repentina golpea, arrastra las hojas con el viento y sacude las ramas. El niño, al igual que el árbol, se siente expuesto, vulnerable y desorientado.
A medida que intenta adaptarse, es como si el árbol tuviera que reorientar sus raíces. Comienza a buscar nuevos espacios donde crecer, nuevas formas de sostenerse. Aprender a adaptarse se convierte en un proceso doloroso, donde debe dejar atrás las hojas marchitas y enfrentar la realidad de su entorno cambiante. Es un acto de resiliencia, de encontrar fuerza en medio de la adversidad.
Sin embargo, esta adaptación no es sencilla. Cada día trae consigo el desafío de equilibrar sus emociones, de reimaginar su mundo. Puede que intente florecer en un terreno que no eligió, enfrentándose a la tristeza, la confusión y el deseo de que las cosas vuelvan a ser como antes. A pesar de la adversidad, su esencia sigue intacta, buscando siempre el calor del sol, aunque sea entre las nubes.
Aunque los cambios son dolorosos, cada nuevo crecimiento es una promesa de que, con el tiempo, aprenderá a navegar en esta nueva realidad.
La tormenta ha llegado. La veo en los ojos de mis hijos todos los días, aunque no puedo comprender del todo lo que sienten. Para ellos, el mundo que conocían se ha desmoronado, y yo, como madre, intento ser la calma en medio del caos, pero por dentro, me estoy ahogando. ¿Cómo les explicas lo que está pasando cuando ni siquiera sabes cómo explicártelo a ti misma?
Ariana, mi pequeña, la niña de papá, está sufriendo más que los demás. Cada mañana, lo primero que hace es correr hacia la puerta, buscando a su papá, como si fuera a aparecer de repente, como si su ausencia fuera un mal sueño del que puede despertar. Pero no es un sueño, y cuando veo sus ojitos llenos de confusión y dolor, se me quiebra el alma. ¿Cómo le explico a una niña de tres años que su papá ya no está? Su llanto me atraviesa el pecho, y aunque intentó consolarla, sé que no hay nada que pueda hacer para que su mundo vuelva a ser el de antes. Ya no hay sol en su cielo.
Maksim, por otro lado, parece entenderlo mejor, pero de una manera diferente. Siempre ha sido más apegado a mí, el niño de mamá, como yo le llamo. No le cuesta tanto aceptar que las cosas han cambiado, pero el dolor está ahí, de una forma más silenciosa. Me busca con la mirada, me abraza, me pide más que nunca que le lea sus cuentos antes de dormir. Creo que en el fondo tiene miedo, aunque no lo diga con palabras. Yo lo siento. Sé que también lo está viviendo, aunque su forma de procesarlo es más tranquila.
Nathan... Nathan es otro caso. Mi hijo de ocho años, con una madurez que a veces me aterra. ¿Cómo puede un niño tan pequeño entender algo tan grande? Parece haber asumido el rol de adulto de manera natural, como si su mente fuera capaz de procesar todo de una forma que ni yo misma puedo. Hace unos días, lo encontré preparando el desayuno, solo, a primera hora de la mañana. Yo me quedé paralizada al verlo. ¿Qué hace un niño de ocho años frente a la estufa? Y cuando le pregunté, me miró con esos ojos tan serios, como si fuera el adulto de la casa, y me dijo:
—Es lo que haría papá, mamá. Alguien tiene que hacerlo.
No pude evitarlo, sentí que me caía el mundo encima. ¿Cómo le explico que no debería estar haciendo eso? ¿Cómo le digo que no es su responsabilidad cuidar de mí, de sus hermanos, de todo? Es como si de repente, mi pequeño Nathan hubiera dejado de ser niño para convertirse en el pilar que nadie le pidió que fuera. Y eso me destroza. Siento que algo se me escapa de las manos, como si no pudiera protegerlos de todo esto.
Drake ha estado a mi lado, apoyándome, dándome su presencia y su fuerza. Aunque no lo diga en voz alta, lo siento en cada gesto, en cada palabra de consuelo. Aunque me gustaría que me soltara un poco, que me dejara tomar las riendas, lo sé. Necesito tenerlo cerca ahora más que nunca, aunque no lo haya pedido. Él es mi ancla. Lo único que quiero es que me sostenga. Porque si me suelta, temo que me hunda por completo.
—¿Cómo lo están tomando los niños? —me pregunta. Es una pregunta que me hace porque sabe que, aunque intento ser fuerte, estoy quebrada por dentro. Sé que lo ve en mi cara, en la forma en que habló, en la manera en que intentó contener las lágrimas.
—Para Ariana ha sido más difícil —le digo, mi voz temblando—. Es la niña de papá. Cada vez que se despierta, corre a buscarlo. Pero no lo encuentra, y eso la derrumba. Cada vez que la veo en ese estado, siento que mi corazón se rompe un poco más. ¿Cómo le explico que papá ya no está aquí, cuando su mundo giraba en torno a él?
—Maks lo busca también, pero siempre ha sido un niño más aferrado a mí. Lo asimila mejor, no por comprensión, sino porque su apego es diferente.
— ¿Y qué pasa con Nathan?
—Nathan... —mi voz se quiebra de nuevo—. Nathan lo entiende todo. Y eso me asusta más que nada. Él quiere ser el hombre de la casa, pero... ¿cómo le explico que no lo es? ¿Cómo le digo que no tiene que cargar con esta responsabilidad que no le pertenece? A veces lo miro y me pregunto si está dejando de ser niño, solo para ser el adulto que esta familia necesita.
Drake me observa con una paciencia infinita, como si pudiera ver más allá de lo que yo misma estoy mostrando. Y me pregunto si realmente puedo seguir adelante. Si me estoy hundiendo en esta tristeza que no termina.
—¿Y tu ex? —me pregunta, tratando de romper el silencio pesado que nos envuelve. La mención de él siempre me pone tensa, me estremece, pero sé que debo enfrentar todo esto por el bien de los niños.
—Él regresó a Alemania —le respondo, con una mezcla de rabia y resignación—. Si quiero que los niños no pierdan el año escolar y no tengan que viajar de un lado a otro, tendré que irme de aquí. Me enoja tanto eso, sin embargo al mismo tiempo es una soga a la cual sostenerme en este instante. Sicilia está llena de recuerdos, de momentos que ya no quiero revivir. Cada rincón de esta casa me recuerda a él. Ya no puedo seguir aquí.