Conocer a alguien por primera vez es como entrar en una biblioteca antigua, donde cada libro es una vida, una historia única y rica. Al principio, te sientes abrumado por el aroma de los papeles envejecidos y el susurro de las páginas, marcadas por lecturas infinitas. Cada estante es un pasillo que invita a explorar, a descubrir relatos que jamás habías imaginado.
Al abrir el primer libro, la portada te cautiva: sus virtudes, sus sueños y esas pequeñas anécdotas que te arrancan sonrisas. Pero al pasar las páginas, también descubres los bordes desgastados y las marcas de agua, esas arrugas que narran defectos, tristezas y decisiones difíciles. Y entonces entiendes que la verdadera belleza de cualquier historia está en esa combinación imperfecta de lo sublime y lo mundano.
Conforme recorres más estanterías, te atraen títulos que no habías notado al principio. Sus gustos y pasiones emergen, algunas sorprendentemente parecidas a las tuyas, otras tan diferentes que despiertan en ti una curiosidad irresistible. Pero sabes que nunca podrás leer cada página. Siempre habrá notas al margen y detalles en los pies de página que permanecerán ocultos. Sin embargo, cada fragmento que conoces es un regalo, una pieza del rompecabezas que te acerca un poco más a esa persona.
Descubres que la magia no está en saberlo todo, sino en disfrutar del proceso, en encontrar belleza en las historias imperfectas y aceptar que cada libro —cada vida— guarda su propia chispa de maravilla esperando ser revelada.
Esa noche, cuando lo vi aparecer, rodé los ojos casi sin darme cuenta. Llevaba una chaqueta que gritaba “mujeriego” a los cuatro vientos y una sonrisa que prometía historias tan exageradas como poco creíbles.
—Estás hermosa —dijo con esa típica sonrisa encantadora.
—Dime algo que mi espejo no me muestre —repliqué con una ceja levantada, dejando claro que no iba a caer en cumplidos superficiales.
Entramos al restaurante italiano, uno de esos lugares acogedores con luces cálidas y mesas con manteles a cuadros. Mientras hojeábamos el menú, lanzó una broma inesperada.
—¿Sabes? Si las verduras pudieran hablar, siempre nos estarían dando una lección de salud. —Su tono era tan serio que no pude evitar reír.
—¿Y qué diría una zanahoria? —pregunté, intrigada a pesar de mi escepticismo inicial.
—Probablemente algo como "¡Deberías comer más de mí si quieres ver mejor en la oscuridad!" —Hizo un gesto exagerado, como si fuera una zanahoria animada dando un discurso. Volví a reír, sorprendida de cómo algo tan trivial podía resultar tan gracioso.
Pedimos pizza, y mientras esperábamos, empezó a hablar apasionadamente sobre la comida italiana. Según él, era un “chef autodidacta con habilidades excepcionales”.
—Una vez hice una pizza tan perfecta que el chef del restaurante quiso contratarme.
—¿En serio? —respondí, fingiendo escepticismo. —¿Y qué pasó?
—No podía robarle el protagonismo. Alguien tenía que mantenerlo humilde.
La pizza llegó justo cuando él intentaba demostrar un “truco” con una rebanada. La masa terminó en su regazo, provocando una carcajada que no pude contener.
—¡El mejor truco de la noche! —exclamé entre risas.
—Lo llamo arte culinario contemporáneo. —Hizo una reverencia fingida mientras intentaba limpiarse.
Conforme avanzaba la velada, mis prejuicios iniciales comenzaron a disiparse. Había algo genuino en su humor, una calidez que contrastaba con su aparente arrogancia. Era un mujeriego, sí, pero también alguien que podía hacerme reír hasta que me doliera el estómago.
—Ya que estamos aquí, dime: ¿cuál es tu idea de un día perfecto? —preguntó de repente, cambiando el tono de la conversación.
Su pregunta me tomó por sorpresa, pero respondí sin dudar.
—Cualquier día de otoño. No hay nada como caminar bajo árboles vestidos de colores, sintiendo la brisa fresca. Es como si el cielo se expandiera, abrazándote.
—Interesante. Soy más de invierno —replicó, apoyándose en la mesa—. La nieve transforma todo en un silencio mágico. Es una invitación a detenerse y apreciar los pequeños momentos.
—Supongo que cada estación tiene su encanto. Pero el otoño… El otoño refleja cómo cambiamos y evolucionamos, con sus colores y su melancolía.
—Nunca lo había pensado así —dijo, pensativo—. Para mí, el invierno es introspección. Un momento para valorar lo importante, como el tiempo en familia.
—Tiene sentido. Valorar esos momentos es esencial. Pero a veces siento que el tiempo vuela demasiado rápido.
—Por eso intento vivir el presente, incluso en las cosas simples: jugar con mi sobrina, disfrutar una buena comida… esas son las cosas que realmente importan.
—Confieso que cuando Julieta me contó que tenía una hija, no le creía.
—Eris fue nuestra mayor sorpresa, pero a la vez se convirtió en nuestra mayor bendición.
—Es hermoso oírte hablar de ella así, ¿quién lo diría?
—Estoy lleno de sorpresas, Kaiser.
—Me doy cuenta.
—Soy una gran aventura, una que vale la pena hacer. Merezco el viaje.