Ella no eligió la soledad, sino que la vida la llevo a ella. La fugaz existencia de su felicidad era algo maravilloso, semejante a aquellos fenómenos que no son posibles de observar, pero que ocurren en uno de los lugares más hermosos, el corazón humano. El vivir una existencia para muchos, miserable, no fue un impedimento a la hora de lograr ser lo que más amaba, una persona de bien.
Julia era por aquel entonces una joven de no más de veinte años, soñadora, como la mayoría de su edad, y tan bella como una flor al momento de abrir sus pétalos en esta vida. Aunque también sufría mucho, ya que era terriblemente carenciada. Sus días eran un vaivén entre el arroyo y las avenidas, donde solía pedir limosna o realizar algún que otro trabajo denigrante para cualquier persona. Pero su mente se movía más allá de aquellos horribles lugares. Anhelaba jardines de libros, inmensas lagunas de amor y, tal vez lo que más deseaba, un hogar propio, un lugar donde pasar los helados inviernos, los acalorados diciembres y donde llorar sus desdichas. Nunca dejo que su destino al nacer la limitará, sus deseos nunca se marcharon, y a pesar de no poseer nada material, sus pensamientos de una mejor existencia eran el motor que Julia utilizaba para no decaer en su mundo, que varias veces fue marcado con la pluma de la tragedia.
Los años pasaban, y las cosas se tornaban cada vez más difíciles. La temprana muerte de sus padres la condujo a la confusión, ya na no era aquella muchacha decidida a mejorar su vida y la de quienes amaba, su felicidad la había abandonado, el corazón se le heló. Llorando lagos de miedo y tristeza, comenzó a vagar por toda la ciudad, tal espíritu deambula por un cementerio dentro de una historia de terror. Su silueta se volvió
Las hojas de los árboles bailaban al compás del viento, mientras Julia buscaba algo para comer. Desesperada y guiada por el hambre, decidió entrar a un prostíbulo. No caminó más de un metro cuando una mano la tomo del brazo y la lanzo a la calle. Un hombre de una altura sin igual, con barba y vestido como solo los grandes gobernantes saben vestirse, la miro a los ojos. Su mirada penetró en lo más profundo de su ser, surcando los lugares más recónditos de su alma. Se desvaneció en el acto, no lo sabía, pero era el principio del fin de sus desgracias.